Mi apartado postal
Mi apartado postal siempre está lleno de ofertas. Me escriben para proponerme casas en el nuevo fraccionamiento “Tunas Verdes”, a sólo ciento veinticinco kilómetros del periférico (ya en los límites de los estados de México y Querétaro), mediante un corto enganche y cómodas facilidades desde veinte mil pesos mensuales, a pagar como si fuera renta. Evidentemente no saben que yo pago noventa y cinco pesos desde hace cuarenta años, pues disfruto de una congelación sólo comparable a la que reina en el frigorífico de Tepepan. O bien me ofrecen una hermosa colección de discos, una serie de biografías, una enciclopedia en fascículos, un juego de guayaberas de invierno, verano, otoño y primavera. También ignoran que yo ya no uso guayaberas, sino suéteres con cuello de tortuga. En otra ocasión me ofrecieron un ingenioso artefacto desarmable que sirve de cuna, bañera, mesita para comer y bacinilla, para niños de uno a tres años de edad. Cuando les contesté que el menor de mis hijos es teniente coronel de artillería, volvieron a atiborrar mi apartado postal con ofertas de uniformes, medallas, sables, botas y cañones, todo también desmontable.
Luego viene el caso de cierta revista de gran circulación, filial de otra norteamericana, ninguna de las cuales leo desde hace años. La última vez que leí una de las dos —no recuerdo cuál— era algo acerca de un señor que había encontrado la paz espiritual levantándose todos los días a las cinco de la mañana para darse un duchazo de agua fría. Y eso sí que no, francamente. Prefiero mil veces continuar con mi espíritu convulso y atormentado. Yo, el agua fría, sólo que sea mineral y acompañando al whisky. O sea que desde entonces no leo la revista de marras, pero la revista me escribe a mí constantemente. A mí y a mis otros yos, pues a veces me encuentro un sobre dirigido a Marcos A. Almanza; otras, a Mario A. Alemán; en ocasiones, a Márquez A. Albarrán; y muy frecuentemente, a Marta A. Amazonas. No sólo me cambian de nombre, sino hasta de sexo. Pero lo que nunca les falla es la “A” intermedia, si bien cuando deciden poner el nombre completo invariablemente me cuelgan de “Antonio”, siendo que mi inicial significa Aurelio. (Aurelio, Aurelio, Aurelio, aprovecho la oportunidad para repetírselo a todos los que insisten en llamarme Antonio. No es que tenga yo nada contra los Antonios, pero tampoco estoy dispuesto a cambiar mi nombre por una Cleopatra).
Volviendo al punto, durante algún tiempo recibí ofertas a nombre de Isaac F. Wollensteín, pero después me enteré de que no se trataba de un error de la revista, sino que el señor Wollenstein tenía un apartado vecino al mío, y el empleado de correos en aquella época (que solía mamarse desde las diez de la mañana y además era bizco), hacía un revoltillo con la correspondencia de toda la hilera.
La revista en cuestión tiene la manía de que yo y mis otros yos participemos en una infinidad de sorteos, con premios de siete cifras que causan vértigos, y para el caso nos envía imitaciones de certificados, bonos, giros postales o telegráficos, acciones, vales, cupones, seguros de participación, etcétera, todos bonitamente impresos a Cuatro tintas, así como notificaciones y avisos notariales de que usted, Mario A. Mazapán, es uno de los elegidos por la fortuna. Y siempre nos felicita por nuestra suerte extraordinaria: no por habernos sacado un premio —que jamás hemos visto— sino por haber sido elegidos para participar en una rifa. Inclusive nos proporcionan el número (que nunca baja de nueve dígitos, intercalados con grupos de letras) con el cual vamos a participar en súper sorteos de millones y millones de pesos. Que nos feliciten a mí y a mis otros yos, pasa, aunque no me agradan mucho estas confianzas por correo. Pero que a veces feliciten a mi señor padre, que murió hace muchos años, francamente resulta macabro, aunque haya vivido en la misma casa. Yo protestaría, pero me abstengo de hacerlo porque estoy seguro de que, si les escribo, me suscriben a la revista o me envían por C.Ó.D. una colección de discos o un atlas. O me lavan el cerebro y acaban por convencerme de que lo mejor para la paz espiritual es levantarse a tomar una ducha de agua fría a las cinco de la mañana.
También se cuelan en mi apartado postal las academias que ofrecen cursos por correspondencia. ¿Por qué ese afán de convertirme en delineante? ¿O en experto en radio y televisión? ¿O en programador de computadoras, ingeniero topógrafo, cultor de belleza o artífice en corte y confección? Señores de las academias de cursos por correspondencia: ¿es que tan mal escribo? Si no les gustan mis artículos y mis libros, con no leerlos basta. Pero eso de que anden con indirectas de dedícate a otra cosa, joven, sobre todo a mi provecta edad, y eso de que debo labrarme un porvenir como mecánico automotriz, me parece un poco cruel de su parte. El colmo es cuando me encuentro con cartas y folletos ilustrados en que me dicen: ¡Aprenda usted inglés! Así, entre signos de admiración. Y a veces con mayúsculas. Eso duele. Realmente duele, pues ocurre que yo me eduqué en el Colegio Williams, de Mixcoac, donde todas las mañanas nos hacían cantar el God Save the King y nos obligaban a hablar en la lengua de Shakespeare hasta para pedir permiso para ir al baño. Después viví años enteros en Estados Unidos y en Inglaterra. Inclusive tuve una novia beliceña en mi primera juventud, estuve casado con una dama inglesa y después anduve arrejuntado con una serie de australianas, canadienses y jamaiquinas. Hasta una tejana tengo en mi haber. Y encima de todo esto, porfían en que aprenda inglés. Aunque posiblemente me lo dicen a causa de la tejana.
¿Y la infinidad de empresas que me ofrecen tarjetas de crédito? A éstas, sin embargo, me las sacudo enviándoles una copia fotostática del saldo mensual de mi cuenta bancaria.
El resultado de todo lo anterior, es que en cuanto algo me huele a propaganda, automáticamente lo tiro al cesto de los papeles sin abrirlo. Pero esto tiene sus peligros. ¿Qué tal si un día arrojo al bote de la basura una oferta interesante, digamos de Raquel Welch?
Miss Welch: Si alguna vez quiere escribirme, le ruego que lo haga a mano, para que yo advierta que se trata de usted, una real hembra, y no de una casa dúplex, una enciclopedia, un curso de electrónica, un viaje al Congo o una tarjeta de tienda de raya. En la inteligencia de que ya hablo inglés, quedo en espera de sus gratas noticias.
P.D. Mejor escríbame a casa y no a apartado postal, aunque me exponga a un nuevo divorcio.
El padre idealizado
Cirilo parecía un niño antiguo. No porque anduviera con rizos, ni porque llevara el pantalón a media pierna, ni porque jugara con aros o soldaditos de plomo, ni porque vistiera de marinerito. Cirilo parecía niño antiguo por la sencilla razón de que admiraba a su padre.
Era el único niño en el colegio con devoción filial. Era el único que tenía a su padre en alto grado de reverencia y estimación. Y lo decía con orgullo. No con orgullo desafiante, no. Lo decía con el modesto, pero legítimo orgullo de quien se sabe superior. Cirilo decía, para envidia de sus pequeños compañeros de clase:
—Mi papá es bombero.
Y aquellos otros niños, hijos de vulgares directores de empresa, de directores de banco, de acaudalados industriales, de connotados médicos o de famosos abogados, se quedaban con la boca abierta cuando lo oían decir:
—Mi papá es bombero.
Después se atropellaban para alardear: “Pues el mío es director de la Naviera del Pacífico”, o “el mío es senador de la República”, o “el mío construyó el edificio más alto de la ciudad”, o “al mío le dieron el Premio Nóbel de la Paz, porque lleva veinte años de no pelearse con mamá”... Pero todos lo decían corno para disculparse ante Cirilo, que era el único que podía afirmar:
—Mi papá es bombero.
A veces, para bajarle los humos, los chicos le recordaban que en aquel colegio habían estudiado don Fulano, padre de Fulanito, que había sido domador de leones, y don Zutano, progenitor de Zutanito, que era nada menos que capitán de paracaidistas. Pero los condenados no lograban bajarle los humos a Cirilo, ya que Cirilo no los tenía: simplemente admiraba a su padre, que era bombero. Y en esto aventajaba a Fulanito y a Zutanito, que en realidad nunca habían admirado a sus propios progenitores, por muy domadores de leones o muy capitanes de paracaidistas que fueran. Cirilo sólo veía en su padre la circunstancia gloriosa de que era bombero. Tenía de los bomberos la misma idea mítica, la misma imagen quimérica que tienen todos los niños del mundo que no son hijos de bombero, acerca de los bomberos. Con la prepotencia de que él sí lo era.
Cuando había un incendio, los chicos del colegio acentuaban su amistad y rodeaban a Cirilo para pedirle la crónica del suceso. Después de todo, el padre de Cirilo había estado en el siniestro. Y Cirilo, que admiraba a su padre y además tenía una imaginación de publicista, soltaba el rollo:
Su papá —decía Cirilo—, salvaba vidas, joyas, cuadros de pintores famosos. A veces, rodeado por las llamas, se salvaba él mismo en el último instante arrojándose desde una cornisa al círculo de lona que sostenían sus compañeros, tensos, en mitad de la calle. Entre los brazos o sobre sus espaldas unas veces llevaba a un niño, otras a un anciano paralítico, y las más, a bellísimas mujeres, tesoros o documentos muy importantes. En tres o cuatro ocasiones había saltado con un poderoso explosivo que hubiera hecho volar a toda la ciudad. Para corroborar sus asertos, Cirilo sacaba del bolsillo una hebilla retorcida o unas astillas chamuscadas, reliquias que, según él, había encontrado dentro de las humeantes botas de su heroico progenitor.
Cuando el gran incendio de “Almacenes Pérez”, el padre de Cirilo no fue a dormir a su casa y su madre se pasó toda la noche llamando al cuartel de bomberos para preguntar cómo iba la cosa. Después de colgar, la pobre mujer suspiraba.
Ya por la madrugada llamaron a la puerta. Lo llevaban entre cuatro compañeros. Sin decir palabra, lo colocaron sobre la cama. En un rincón, la madre de Cirilo lloraba resignada, calladamente y sin aspavientos.
Y es que siempre ocurría lo mismo: cuando un incendio duraba muchas horas, el padre de Cirilo acababa borracho perdido.
Porque el padre de Cirilo se aburría solo y su alma en el cuartel. Mientras sus compañeros salían en los rojos carros de sirenas ululantes para apagar espantables incendios, él se quedaba a cargo del teléfono, para recibir recados y avisos de otros siniestros. Pero nunca iba a los incendios. Y como no estaba el sargento, aprovechaba la oportunidad y se empinaba una botella o dos de tequila hasta acabar en el suelo. Después, sus compañeros misericordiosamente lo llevaban en hombros a su casa.
Esto, naturalmente, Cirilo no lo sabía. Como no tenían televisión, Cirilo se acostaba a las siete y media de la noche y dormía como un angelito hasta bien entrada la mañana siguiente. Cirilo sólo admiraba a su padre porque sabía que era bombero.
La rubia exuberante
Sin lugar a dudas la mayor atracción que ha tenido en muchos años la playa donde un servidor de ustedes pasa la temporada de verano, lo es una señora rubia, de edad indefinida, a todas luces extranjera, que tiene la manía de quedarse en monokini sobre la arena. Y aunque parezca mentira, es a las demás mujeres veraneantes a quienes más fascina el espectáculo.
La dama de cabellos de oro, ojos celestes y epidermis antes lechosa, pero que ahora recuerda vivamente a la del camarón, ya que lleva dos semanas de exponerla a nuestro candente sol tropical, acostumbra pasear todas las mañanas por la orilla del mar fumando cigarrillos, correcta aunque escasamente vestida con su bikini de dos piezas. Luego tiende una toalla sobre la arena, se sienta, fuma otro pitillo, hace como que se pinta las uñas de los pies y de repente, ¡zas!, se queda en monokini. Es decir, que sólo conserva puesta la minúscula prenda inferior.
Al principio las demás señoras se escandalizaban y hacían los más cáusticos comentarios entre sí. Los señores nos poníamos a mirar de ladito y también encendíamos cigarrillos, pero con manos notoriamente temblorosas. Los jóvenes silbaban y las muchachas los pellizcaban. Sólo los niños seguían jugando inocentemente en la arena como si tal cosa, inclusive la mañana en que un ancianito falleció de un infarto del miocardio al ver a la rubia con sus exuberancias al aire.
Como la mujer es indudablemente extranjera, nadie se atrevía a decirle nada, si bien durante los primeros días la concurrencia femenina habló sobre la necesidad de quejarse ante las autoridades correspondientes. Pero la concurrencia masculina convenció a la femenina de que tal medida sólo daría como resultado el tener a las propias autoridades en primera fila, lo cual siempre es una lata, pero especialmente cuando está uno de veraneo. En consecuencia, las señoras se constituyeron en comité de vigilancia y lo primero que hicieron fue prohibir a los maridos y a los hijos —muy principalmente a los maridos— el acercarse a más de cien metros de la exhibicionista y rubicunda fémina.
Sin embargo, como tal prohibición naturalmente no afectaba al glorioso gremio de solteros, huérfanos, viudos y divorciados, ocurrió que desde temprano en la mañana estos afortunados varones empezaban a formar valla esperando a que llegara la valkiria. Y con puntualidad nórdica llegaba la condenada, con su toalla, sus gafas oscuras y sus cigarrillos. Con suprema indiferencia pasaba por en medio de las filas de admiradores, caminaba un rato por la orilla del mar, fumando como chimenea de buque-tanque petrolero y luego volvía al sitio donde estaba reunido el quórum. Entonces tendía la toalla sobre la arena, se sentaba, empezaba a embadurnarse de crema y en un momento determinado, como quien no quiere la cosa, se quedaba con la pechuga al fresco. Más tarde el muchachito que vende paletas heladas en la playa confesó que ya no vendía casi nada, pues todos sus antiguos clientes estaban con la boca abierta y lo que menos querían eran paletas heladas. Incidentalmente, fue este chiquillo quien dio el pitazo y despertó la curiosidad de las señoras veraneantes, transformando así su indignación en fascinación.
Ocurrió que cierta mañana, cuando el pequeño vendedor, rodeado de damas, se quejaba de que los caballeros del circulo de mirones no hacían caso de su mercancía, una matrona llena de pliegues y de llantas se preguntó que después de todo qué era lo que tanto llamaba la atención de aquellos sinvergüenzas, como si en el cine, y en el teatro, y en las portadas de tantas revistas, en todas partes y a todas horas, no se mostraran imágenes de hembras descocadas al natural, inclusive sin el impedimento meridional del bikini. Pero como la mujer hizo la pregunta en voz alta, e) muchachito le contestó, musitándole algo al oído. La señora gorda abrió unos ojos como platos.
— ¡No es posible! —exclamó.
—Verdá de Dios que sí —afirmó el paleterito.
Con una agilidad insospechada en una dama de su peso y dimensiones, la matrona se puso en pie de un salto y salió disparada para echarle un vistazo a la güera. Tras somera inspección, regresó como cohete a su círculo y comunicó su sensacional descubrimiento a todas las demás señoras, quienes no tardaron en acudir en masa para confirmarlo.
Y así fue corno desde entonces la sensacional rubia del monokini se convirtió también en espectáculo y atracción para las damas que veranean en esta dorada playa del Caribe. Porque sabrán ustedes que la madre naturaleza fue pródiga con la desfachatada extranjera, dotándola con tres de lo que a las demás mujeres sólo acostumbra darles dos. Y tanta exuberancia, que pone al descubierto su nórdica costumbre de quedarse prácticamente en cueros tendida al sol, llama poderosamente la atención. Tanto de los hombres como de las mujeres. Y más de las mujeres que de los hombres, creo yo.
El diagnóstico
El doctor Gorozpe de la Polaina, un hombre joven, bien parecido, excelentemente forrado desde el punto de vista económico por ambas ramas de su aristocrática familia, recién egresado de la Facultad de Medicina con notas sobresalientes y mención honorífica, entró en la sala número trece y miró rápida y someramente al enfermo. Su tez amarillenta le hizo diagnosticar sin más trámite:
—Hepatitis.
—Doctor —se atrevió a interrumpir la enfermera que lo seguía—, sólo que...
El doctor Gorozpe de la Polaina enarcó las cejas, puso las manos atrás y giró lentamente sobre sus talones.
—Señorita Mondínguez —carraspeó —. ¿Tiene usted la bondad de decirme quién es el médico aquí?
—Usted, doctor —repuso la enfermera sonrojándose ligeramente.
—Y si el médico dice que un paciente tiene hepatitis, ¿puede una simple enfermera corregir o enmendarle su diagnóstico?
—Naturalmente que no, doctor; pero es que...
—Señorita Mondínguez —Continuó el joven facultativo ahuecando la voz y balanceándose alternativamente sobre las puntas de los pies y los talones, siempre con las manos cruzadas a la espalda—: Yo digo las cosas solamente una vez. Y si pretende usted continuar adscrita a mí en este sanatorio, conviene que sepa que no tolero intromisiones, injerencias y menos contradicciones. Sí yo diagnostico que un enfermo tiene hepatitis, significa que el enfermo contrajo hepatitis, que está en cama a causa de su hepatitis y que lo más probable es que muera de hepatitis. A menos, como es natural, que yo le cure su hepatitis. ¿Entendido?
—Entendido, doctor —agachó la cabeza la enfermera, encendiéndose un cromogramo más.
—Muy bien. Entonces haga favor de aplicarle una inyección de sulfabencina metapirofosfórica de aminosalicilato cada tres horas y téngame informado de la evolución del enfermo. Que le hagan una electrósmosis del perigeo y dos análisis Wolfgang del hipocondrio derecho.
—Muy bien, doctor; nada más que... —interrumpió nuevamente la enfermera.
El joven médico la fulminó con una mirada a través de sus finos cristales de color lila. La muchacha volvió a inclinar la cabeza.
—Después de la segunda inyección —añadió el galeno—, espero que ese color amarillento ceda a uno rosadito claro. Avíseme sobre el particular.
—Le avisaré, doctor, nada más que...
El doctor Gorozpe de la Polaina dio una tremenda patada sobre el inmaculado piso de mármol.
— ¡Una interferencia más y me veré obligado a solicitar su despido sin derecho a compensación ni aguinaldo! Si persiste en objetar mis indicaciones, haré que la den de baja del cuerpo de enfermeras y que le retiren el distintivo de Florencia Nightingale.
La pobre chica palideció y se retorció las manos.
—De continuar el tinte amarillento de la epidermis, duplíquele la dosis de sulfabencina —concluyó el joven médico en tono que no admitía réplica.
—Muy bien, doctor —suspiró la enfermera.
El facultativo continuó su recorrido por las salas del sanatorio que tenía asignadas y después se marchó a su club a tomar el aperitivo. Almorzó en casa de los banqueros De la Lana y Escalón, y por la tarde jugó al golf. Al anochecer regresó al sanatorio.
— ¿A1guna novedad? —preguntó a la enfermera.
—Sí, doctor. El japonés de la sala trece falleció a las diecisiete treinta a consecuencia de su afección cardiaca.
El joven doctor Gorozpe de la Polaina se quedó con la boca abierta.
—Según parece —agregó muy seria la enfermera—, no resistió la doble dosis de sulfabencina metapirofosfórica de aminosalicilato ni la electrósmosis del perigeo.
Lo que sucede
mientras nos duchamos
Claro que estas cosas no ocurren todos los días, pero si tuviésemos la curiosidad de anotarlas, veríamos que al estar bajo la refrescante ducha nos ha sucedido que...
. . .viene el cartero con una carta certificada cuyo recibo no puede firmar nadie más que nosotros mismos.
. . . se atasca el desagüe.
. . . nos damos cuenta de que no hay toalla.
. . . pegamos un patinazo y al querer agarrarnos de algo, echamos abajo la cortina.
. . . alguien de la familia tiene necesidad de entrar urgentemente en el cuarto de baño.
. . . nos llama por teléfono un amigo desde el aeropuerto, faltando tres minutos para que salga su avión.
. . . se acaba el agua.
. . . llega el cobrador de una casa comercial.
. . . se nos mete el jabón en los ojos.
. . .viene de visita la vecina de la casa de al lado, que está estupenda (la vecina, no la casa) y que pocas veces se deja ver.
. . .nos entra dolor agudo en el lado izquierdo, a la altura del corazón.
. . . se comen los tamales que compramos para el desayuno.
. . . viene el cobrador de otra casa comercial.
. . . nos llama el jefe urgentemente por teléfono.
. . . se cae una de nuestras criaturas y se descalabra.
. . . se nos ocurre una idea morrocotuda y no tenemos a mano papel ni bolígrafo para anotarla.
. . . se nos moja el cigarrillo que llevamos en la boca.
. . . viene la dueña de la casa con el plomero —rarísima avis— para ver eso de la cañería defectuosa.
. . . la abuelita toca en la puerta para decir que dejó su dentadura postiza sobre el lavabo.
. . . nos damos cuenta de que tenemos las gafas puestas.
. . . viene el cobrador de otra casa comercial.
. . . estalla el calentador de gas
. . . nos damos cuenta de que tenemos una mancha muy rara en la ingle izquierda.
. . . uno de nuestros hijos, que está haciendo la tarea escolar a última hora, toca en la puerta para preguntarnos cuál es la capital de Bulgaria.
. . . nos avisan que ya está servido tu desayuno.
. . . se nos cae el jabón en el dedo gordo del pie y nos hace ver estrellas.
. . . nos llaman por larga distancia.
. . . vuelve a tocar la abuelita para informarnos que no, que no dejó la dentadura postiza sobre el lavabo, sino que la tiene puesta.
. . . sale una cucaracha por la coladera
. . . nos dice algo nuestra mujer, no la oímos, grita, no la entendemos, vuelve a gritar, cerramos las llaves del agua, nos colocamos una toalla alrededor de la cintura, abrimos la puerta chorreando y nos pregunta si la habíamos llamado.
. . .vienen a cortar la luz por falta de pago.
. . . nos avisan que anoche dejamos el automóvil frente a la puerta del vecino y que éste no puede salir con el suyo.
. . . vuelve a tocar la abuelita para preguntar si no hemos visto su dentadura.
. . . alguien abre la llave del agua caliente en la cocina y nos helamos con la fría. Gritamos que la cierren, la cierran, y como nosotros a la vez hemos cerrado la del agua fría, ahora nos achicharramos.
. . . nuestra hija mayor nos pide dinero para un taxi, pues ya se le hizo tarde para tomar el camión.
. . . se va la luz y nos quedamos completamente a oscuras.
. . . vienen a avisarnos que está empezando a llover.
. . . oímos unos gritos y unos disparos que nos alarman mucho. Salimos otra vez chorreando agua y con la toalla alrededor de la cintura, sólo para enterarnos de que el niño más pequeño ha puesto la tele, donde están pasando una vieja película de gangsters.
. . . se nos cae la regadera encima.
La cuestión de las pelucas
A sugerencia de una gentil y guapa lectora, voy a tratar en esta ocasión el interesante tema de las pelucas. No de las pelucas tradicionales, con que cubrían —y cubren— los calvos sus extensiones craneanas desprovistas de vegetación capilar, sino de las pelucas finamente elaboradas y de diversos colores con que actualmente las damas cambian su aspecto y su personalidad como quien cambia de marido o de zapatos.
Estas pelucas se manufacturan tanto con fibras sintéticas como con cabello natural. Para los efectos del presente estudio descartaremos a las primeras, no por su bastedad y relativa baratura, sino porque no causan los fenómenos sicológicos y sociales que ocasionan las segundas. Las pelucas de material sintético no son capaces de provocar de ninguna manera los agudos cambios económicos, físicos y espirituales que han originado las pelucas de cabello natural, como veremos más abajo y adelante.
Por principio de cuentas, la producción de pelucas de cabello natural está motivando que la población femenina del planeta se divida en dos grandes grupos, a saber: aquellas que se cortan o que se dejan cortar el cabello para venderlo, y aquellas que se adornan con cabellos ajenos. Más que mujeres liberadas y no liberadas, más que féminas de Primero o de Tercer Mundo (las de Segundo no cuentan en este caso), puede decirse que a la larga habrá una masa de mujeres pelonas y una minoría de damas empelucadas. Esto acarreará una serie de complejos problemas de índole social y económica mucho más gordos que los que motivaron la revolución francesa y siglo y medio después la bolchevique. Habrá un proletariado de mujeres que, tan pronto vuelvan a producir una mata de pelo, serán despiadadamente rapadas para que una burguesía de señoras popis tengan cinco o seis pelucas de diversos colores, a efecto de lucirlas en salones, restaurantes, teatros y centros nocturnos de postín. Y si consideramos que una mujer común y corriente tarda aproximadamente dos años en criar una abundante cabellera, llegaremos a la conclusión de que la productora de materia prima tendrá que andar pelona diez años de su existencia para poder surtir las cinco pelucas que como mínimo requiere una dama elegante y a la moda. Tarde o temprano esta situación provocará un levantamiento de imponentes proporciones. Al grito de: “¡Pelonas del mundo, uníos!“, una turba de mujeres capilarmente explotadas se lanzará por las calles de todas las grandes ciudades del mundo, con los puños en alto, vociferando obscenidades tras de una bandera roja con el emblema de un peine y unas tijeras cruzadas, para arrancarles las pelucas a sus explotadoras.
Por otra parte, consideremos los fenómenos anímicos que el constante cambio de pelucas necesariamente causa en la mujer. Una señora que desde pequeña ha tenido el cabello negro y que de golpe y porrazo se convierte en rubia o en pelirroja, lógicamente verá alterada su personalidad. Las rubias reaccionan de diferente manera que las morenas y las castañas. Una mujer con temperamento de morena se crea serios trastornos sicológicos al tratar de actuar como rubia, y viceversa Y si en el transcurso de veinticuatro horas se ve obligada a conducirse alternativamente como morena sensual, rubia de categoría, pelirroja turbulenta, castaña ni fu ni fa y exótica de cabello color lila, a la postre terminará hecha un manojo de nervios, con más complejos, tics y traumas que un siquiatra. Y si en vez de pelo de mujer madura empieza a usar melenas de jovencitas a go-go, las consecuencias no son para ser descritas.
Por último, meditemos en los problemas de confusión que la mujer multiempelucada puede acarrear a su marido. Yo tengo un amigo, medio tenorio él, que por espacio de cinco calles siguió a una rubia despampanante, diciéndole piropos de todos colores y longitudes de onda, pero que al volver la cara en una esquina resultó ser su propia esposa, que siempre había sido una morenita más bien pasada de tueste. La reacción de ambos fue catastrófica, especialmente tomando en cuenta que aquella misma mañana habían tenido un broncazo de campeonato a causa de las veleidades amorosas de mi amigo. Claro que él trató de componer la cosa diciéndole que precisamente ansiaba hacer las paces y que por eso la había seguido cinco calles lanzándole tan preciosos requiebros. Pero a ver qué señora casada ha oído a su marido decirle las cosas que éste les dice a las demás mujeres en la vía pública.
También tenernos el caso de mi primo Jovito, que al llegar a su casa creyó haber sido teletransportado al planeta Urano, al encontrar a un ser extraño con pelambre verde, pero que resultó ser su cuñada María Luisa, que había venido a pedir prestada la plancha. Y el apuro en que se vio el arquitecto Manlio Flavio Capitolino, que al ser recibido en su domicilio por una morenita muy Coquetona y pizpireta, supuso que se trataba de su consorte (a quien últimamente le había dado por andar con trenza negra al estilo autóctono), por lo que procedió a besarla y abrazarla muy tiernamente, hasta que llegó la verdadera señora y de una descomunal bofetada le hizo saber que se trataba de la nueva sirvienta, que con miles de trabajos le había robado a una familia de diplomáticos búlgaros.
En fin, que el uso y abuso de pelucas de cabello normal sacudirá en sus cimientos al mundo, al estado y a la familia. Y muy principalmente a los maridos.
El niño, el padre
y los dragones
Tumbado en el suelo, rodeado de cuentos y truculentas revistas infantiles, se halla el NIÑO. El PADRE entra en la sala-comedor con ese gesto de aflicción que tenemos todos los PADRES contemporáneos. Se dirige a la mesita donde descansa el teléfono. Y decimos descansa, porque la hija mayor salió hace unos momentos a comprar otro bidón de Coca-Cola y lo dejó tranquilo por breves instantes.
PADRE. Con esta maldita manía de que cada semana cambian los horarios de los aviones, ya no sabe uno a qué atenerse. Y tratar de comunicarse con la compañía de aviación resulta en realidad más tardado que el mismo vuelo.
(El PADRE toma el directorio telefónico, lo abre en las primeras páginas y va leyendo conforme recorre con el dedo índice las apretadas líneas, propias para vista de relojero).
PADRE. Vamos a ver... Aceves, Epifania Rodríguez viuda de, Acojinados Plásticos, Acondicionamiento de aire...
NIÑO. Papacito...
PADRE. Acosta, Acosta, Acosta... ¿Qué quieres, hijo?
NIÑO. Papito, ¿dónde hay dragones?
PADRE. Acosta, Acosta... Hay más Acostas que chinos... Aceros, aceros esmaltados... Los dragones no existen, Lalo... Acumuladores “El Chispazo”, Acuña González, doctor Federico.
NIÑO. Es que yo quiero cazar dragones.
PADRE. Achar, Selim Mustafá... Adams Mexican Curios... Te digo que los dragones no existen, niño. Adresógrafos, Adelita, zapatería.
NIÑO. Es que yo leí no sé dónde que no sé quién mató a un dragón con una lanza. O creo que fue de una pedrada.
PADRE. Adhesivos PRI, Administración de asilos... Son historias fantásticas, hijito, animales de leyenda nada más... Adoración Nocturna Mexicana, Adornos, Adrián, nevería...
NIÑO. ¿Y en China hay dragones?
PADRE. Aduana... Aduna, pasteurizadota... En China tampoco, Lalo. Te digo que los dragones no existen... Adventistas del Séptimo Día...
NIÑO. Pues yo los he visto dibujados en un jarrón en casa de abuelita. En ese que rompiste cuando eras chico.
PADRE. Yo no he roto dragones de chico ni de grande. Déjame, hijito. ¿No ves que estoy tratando de buscar un teléfono?
NIÑO. ¿Y para qué lo buscas si ya lo tienes en la mano?
PADRE (impaciente). Quiero decir un número de teléfono. A ver: Aerocombustibles, Aerocarga, Aero Hamburguesas de México... Caliente, caliente... NIÑO. ¿Y en África?
PADRE. ¿En África qué?
NIÑO. Que si en África hay dragones.
PADRE. 593 - 27 - 88... En África tampoco hay dragones, Lalo. No los hay en ninguna parte... África, digo, Afianzadora del Centro, Afinaciones Rodríguez, Afu... ¡Maldita sea, ya me pasé! ¿Ves, niño lo que sucede por interrumpirme?
(El PADRE recorre la página en reversa, es decir, des- liza el dedo de abajo a arriba sobre las líneas del directorio telefónico).
NIÑO. ¿Y en la luna no hay dragones?
PADRE. Tampoco en la luna hay ladrones, digo dragones... Aerofoto, Acrográfica...¡Aquí está! Aerolíneas de Chihuahua.
NIÑO. ¿Y en el fondo del mar?
PADRE. ¡Déjame en paz, criatura! Vas a hacer que pierda mi dragón, digo, mi avión... 583-23-79... (Marca el número) ¿Bueno? ¿Aerolíneas de Chihuahua?... Buenas tardes, señorita... ¿ Podría usted decirme a qué hora sale el tren, quiero decir, el dragón, perdón, el avión de las nueve treinta para...? ¿ Qué dice usted? ¿Que esa es una tlapalería?... ¡Huy, dispense usted!
NIÑO. ¿Y en el desierto?
PADRE. Ahí es donde quisiera yo pasar el resto de mi vida, como anacoreta. (Vuelve a marcar el número cuidadosamente)
NIÑO. Pues te apuesto que en las nubes sí hay dragones. Yo una vez vi uno.
PADRE. ¿Y por qué no te fuiste con él?... (Al teléfono) ¿Bueno?... Me lleva la...! ¡Otra vez la tlapalería!
NIÑO. Pregúntales si ahí tienen dragones.
PADRE. Si no te callas, te voy a dar con el teléfono... (Marca el número por tercera vez). ¿Bueno? ¡No! ¡No es posible, señorita! ¿Cuántos teléfonos tiene esa condenada tlapalería? ¿Qué? ¿Qué dice? (Furioso): ¡Eso lo tendrá usted, pinche gata liberada!
El NIÑO permanece callado mientras el PADRE vuelve a marcar siete veces seguidas el número. Siempre contesta ocupado. Por fin consigue comunicarse con Aerolíneas de Chihuahua. Mientras le dan la información que desea, que él trata de anotar precariamente en el margen del directorio telefónico, el NIÑO lo jala de la manga.
NIÑO. Papito, ¿y los centauros? ¿Dónde hay centauros?
Otelo el peluquero
De esto hace ya muchos años, más de cincuenta, cuando yo era pequeño y vivía en Mixcoac, que en aquella época era un pueblo a diez kilómetros del centro de la ciudad de México y separado de Tacubaya y San Ángel por llanos baldíos, milpas y establos. Era como vivir en Tepespitengo de las Tunas o en cualquier otro villorrio del entonces apacible valle de México.
En la calle de la Empresa habitaba y trabajaba un máistro peluquero prieto, cacarizo y medio jorobado llamado Simón, a quien apodaban “El Enterrador” y también “Otelo”, por las razones que más adelante se verán. Ambos remoquetes ponían frenético al fígaro y en más de una ocasión salió de su establecimiento, navaja de barba en mano, para corretear a algún mocoso travieso o a un jovenzuelo impertinente que se habían asomado a la peluquería para gritarle sus motes.
El máistro Simón estaba casado con una bella y opulenta mujer —opu1enta en carnes, que no en dineros— llamada María Francisca, a quien llamaban Panchita “La Retirada” los guasones del pueblo. El peluquero, que estaba algo desequilibrado de los nervios, era un celoso tremendo y de ahí su apodo de “Otelo”. A tal grado llegaba su desconfianza, que no dejaba a la bella María Francisca ni a sol ni a sombra, haciéndole el amor violenta y precipitadamente cada vez que la mujer tenía que salir a la calle, según él para que a ella no le quedaran ganas de hacerlo por ahí otra vez con cualquiera. Por eso la apodaban “La Retirada”. Estos ímpetus de gallo fueron asimismo los que dieron origen a su sobrenombre de “El Enterrador”, si bien según don Serapio, el boticario, que era hombre leído y viajero, el tal apodo se relacionaba con una copla española entonces muy en boga, que empezaba con la frase: “era Simón en el pueblo el único enterrador”, y que continuaba con una dramática narración de cómo, al morir su único hijo, fue necesariamente él quien tuvo que darle sepultura. Al volver del cementerio (seguía la copla), la gente le preguntaba: ¿de dónde vienes, Simón?”, y el pobre hombre respondía: “de enterrar mi corazón”. Todo el mundo lloraba a moco tendido al oír las fúnebres estrofas, menos el lúbrico y celoso peluquero, que por alguna retorcida razón creía advertir en ellas una crítica velada a sus capacidades amatorias.
Es de suponer que a Panchita no le hacía ninguna gracia la impetuosidad de su marido, pero le tenía tanto miedo (ya en una o dos ocasiones le había hecho un corte en el brazo con su dichosa navaja, de la que nunca se separaba), que la pobre de La Retirada no se atrevía a poner un pie fuera de su casa sin avisárselo antes. La vivienda de la pareja comunicaba con la peluquería por una puerta pequeña que remataba en un arco moruno, a la cual se asomaba la bella María Francisca para anunciar al desconfiado rapabarbas:
—Simón, voy al mercado a comprar medio kilo de tortillas y un manojo de cilantro.
—Pérate un momentito —respondía él.
Entonces dejaba al cliente en turno a medio enjabonar o pelado de un solo lado, y se dirigía rápidamente a la recámara en pos de su mujer, que ya sabía lo que le aguardaba y se recostaba mansamente en la cama para recibir d embate. Momentos después salía Panchita por la puerta que daba a la calle, arreglándose el pelo y alisándose la blusa y la falda, con su canasta de la compra en una mano aún temblorosa. El máistro volvía a su cliente, quien pacientemente había quedado esperando que terminara de arreglarlo. Por supuesto que éste no decía ni una palabra, pues sabía que cualquier comentario indiscreto podía costarle una tajada en el cuello a la altura de la yugular.
Los monigotes que por ahí merodeábamos, nos guiñábamos un ojo con picardía y nos decíamos unos a otros, pero teniendo buen cuidado de que no nos viera y menos de que nos oyera el máistro Otelo:
—Ya salió doña Panchita de la peluquería, de que le hicieran la permanente...
(La “permanente”, no vayan ustedes a pensar otra cosa, era un peinado para señoras, muy de moda en aquel lejano entonces).
Era de ver a la pobre María Francisca salir de su casa sujetándose invariablemente una horquilla en el pelo o abrochándose algo, ya fuese para ir a la iglesia, a la tienda de abarrotes de los españoles o a visitar a su señora madre, que vivía a la vuelta de la peluquería. Incluso cuando iba al cementerio, en compañía de su dicha madre para llevar unas flores a la tumba de su padre, el terrible barbero la sometía primero al tratamiento, no fuera a ser que de repente le entraran concupiscencias a la inocente Panchita por en medio de las sepulturas. —-Más vale prevenir que lamentar —decía torvamente el máistro Simón afilando su navaja y mirando a su alrededor por si alguien era de opinión Contraria. Excuso decir a ustedes que nadie lo rebatía. El cliente que estaba Instalado en la silla nada más tragaba saliva, y los que esperaban turno continuaban muy ensimismados leyendo las revistas que tenían en manos. Si sería bestia el peluquero, que en cierta ocasión en que se desató un tremendo incendio en aquel barrio de Mixcoac, la desdichada María Francisca tuvo que salir su casa quince minutos después que todos los demás vecinos de las suyas, arreglándose precipitadamente el cabello, ajustándose la falda y estirándose las medias de popotillo. El fígaro prieto, cacarizo y medio jorobado no llegó a salir, pues mientras recobraba el aliento y buscaba a tientas entre el humo y las llamas su navaja, que se le había caído de la cama al suelo, a él a la vez le cayó en el cogote una viga ardiendo, la cual le quitó para siempre los celos.
Peligros de la semántica
El eminente filólogo, tres veces Premio Nóbel de Semántica (que como ustedes saben es la ciencia que trata de los cambios de significación de las palabras), aprestó el bolígrafo y puso la fecha en el ángulo superior derecho de la cuartilla.
Querida amiga..., escribió.
Pero se detuvo. “Querida” es una palabra con un segundo sentido altamente inmoral. Lo mismo que “amiga”. En otra persona hubiera podido pasar, pero en él... ¡con aquella profesión y aquellos tres premios Nóbel de semántica! Rápidamente tachó las dos palabras. Luego se dio cuenta de que una carta con tachaduras se ve muy fea, por lo cual arrugó el papel, lo tiró al cesto y empezó de nuevo en una hoja fresca:
Estimada señorita...
El eminente filólogo y semántico se detuvo y mordisqueó el bolígrafo. “Estimar” lo mismo significa tener aprecio por una persona, que juzgar, reputar, tasar, valuar. . . El término podría interpretarse en el sentido de que él ya había calibrado a la dama. Y aun desde el punto de vista afectivo, difícilmente podía sentir apego, inclinación o cariño por una mujer con quien sólo había hablado una vez por teléfono. Nueva tachadura y tercera cuartilla.
Distinguida señorita..
Diablos —pensó—-, en realidad no sabía si era señora o señorita. Esto podía tener mucha importancia. Si la trataba de señorita siendo casada, podría producirse una ironía infamante. Era tanto como decirle: “se comporta usted con la frivolidad de una chica soltera”. O peor aún: “su señor marido no ha sido capaz de consumar el matrimonio”. ¡Horror! El eminente filólogo y semántico se vio mentalmente abofeteado o retado a duelo de sable por un marido enfurecido. Y por lo que hace a “distinguida”... Distinguir también significa diferenciar, separar, especificar, precisar, discernir, percibir, reconocer. Acepciones todas que entrañan un grado de intimidad que desde luego no existía entre él y la dama. Era tanto como decirle: “yo la distingo a usted entre muchas otras mujeres, la percibo al primer golpe de vista, la reconozco de inmediato, pues sus encantos me son familiares”. Ni hablar.
Amable conocida..., escribió con ciertas dudas, después de una larga reflexión.
Pero de repente se le vino encima el recuerdo de la Biblia: “Y Adán conoció a su mujer...” Rojo como un tomate, el eminente filólogo y semántico tachó diez veces seguidas la insidiosa segunda palabra.
Muy señora mía...
Esta era la fórmula de encabezamiento común y corriente, que no compromete a nadie. Es decir, salvo el vocablo “mía”. ¡Con Cuánta ligereza escriben los demás una carta! “Mía” indica posesión. Y todo el mundo sabe lo que significa la “posesión” de una mujer. ¡Qué barbaridad! Tachó el “mía” y tiró el papel al cesto. Decididamente el conocimiento a fondo del lenguaje tiene sus problemas e inconvenientes.
Honorable dama..., principió una nueva cuartilla.
Paró el bolígrafo en seco. “Honorable” entrañaba las mismas dificultades. ¿En qué estriba el honor femenino? En la honestidad, el recato, la decencia, las virtudes propias del sexo, la castidad, el decoro. Recalcarle el término a una dama podría interpretarse en diversos sentidos, uno de ellos en son de mofa, chanza o pitorreo. Igual que se le dice “güero” a un prieto retinto o “jovenazo” a un ancianito.
De pronto el rostro del eminente filólogo y semántico se iluminó con una sonrisa.
—¡María Cristina! —gritó.
No porque así se llamara la dama a quien dirigía la carta, sino porque ése era el nombre de su mujer.
Doña María Cristina, una veterana más bien fea, medio pachucha y bastante fondona, entró en el despacho en bata y con rizadores en el cabello, arrastrando las pantuflas y con aire de fastidio.
— ¿Qué quieres? —preguntó.
—María Cristina, hija, hazme un favor —le dijo el eminente filólogo y semántico—. Escribe tú en tu iletrada manera una carta a esta señora, o lo que sea, haciendo el pedido del Diccionario de Incorrecciones y Particularidades del lenguaje. Aquí tienes la dirección de la librería.
Brevísimo tratado
sobre el sexo
El sexo es exclusivo del mundo animal. La estrella, el pedrusco, la nube, el paraguas, el viento, el bolígrafo, el PRI y la bomba atómica no tienen sexo. Lo que tienen es género, que no es lo mismo.
Se ha hablado del parto de los montes, pero ya se comprenderá que se trata de una simple metáfora, dado que en el caso de poder alumbrar, quienes estarían en capacidad de hacerlo no serían los montes, sino las montañas. Como en el caso de nuestras sierras madres Oriental y Occidental, cuyos nombre suponen experiencia en concebir y dar a luz.
Los seres vivientes monocelulares no tienen sexo, pero en compensación tampoco tienen muerte. Cuando les llega su hora, se dividen y multiplican (que en este caso es lo mismo), de modo que cada uno se hace dos y cada cual continúa viviendo muy tranquilamente, al contrario de lo que ocurre en el matrimonio entre humanos, donde dos se convierten en uno y ninguno puede ya vivir en paz.
A veces estos dos que han nacido de uno, reconociendo que cada uno de ellos es la mitad del otro, se vuelven a unir y dan origen a diez o doce. Esto se llama “gemación” y puede considerarse una forma de esquizogonia, pero todavía no podemos hablar del auténtico sexo, porque ni el uno reclama sus derechos y se queja de lo escasa que está la servidumbre, ni el otro tiene bigote y se va de juerga con sus amigachos.
Sin detenernos a hablar del hermafroditismo, porque es muy complicado y además ha de ser muy poco estético, pasemos a examinar la partenogénesis, o sea la reproducción de determinadas especies sin el concurso de los sexos. La partenogénesis aúna la perpetuación de la especie con la castidad. La hembra sin fecundar puede dar a luz numerosos hijos que unas veces son machos, aunque no saquen la cara del padre, puesto que no lo hubo, y otras veces son hembras, que desde luego sacan todita la cara de la madre o de la abuela. En la especie humana —afortunadamente— no existe la partenogénesis. Así es que cuando una mujer en estado le echa la culpa a la partenogénesis, hay que verla con bastante desconfianza.
Otro tipo de reproducción muy decente lo encontramos en los peces, que en su gran mayoría son decididamente castos. En algunas especies se practica la eleuterogamia, la cual consiste en que las hembras ponen miríadas de huevos y luego se retiran con la mayor discreción. Poco después los machos pasan por encima de los huevecillos con mucho disimulo, leyendo el periódico o hablando de política, y como quien no quiere la cosa van soltando chorritos de esperma que eventualmente fecunda a los óvulos. Pero a la señora pez, ni un besito siquiera. Más recatados aún son ciertos vegetales, que encomiendan al viento y a las patas de los insectos el transporte del polen fecundante. Muchos árboles y plantas pueden decir con toda justicia y propiedad que su padre y su madre no se han visto jamás y que nunca se tocaron ni un pelo. O mejor dicho, ni una hoja.
Existe aún un tipo de reproducción por esporos o esporas, que son células no sexuales, que al multiplicarse pueden producir seres pluricelulares, ya similares al que les dio el ser, ya diferentes, pero progenitores de otros similares. Los hongos practican este sistema. Como advertirán ustedes, no es de envidiarse mucho.
Ahora bien, cuando los individuos se dividen en dos sexos perfectamente diferenciados, entonces empieza lo bueno, ya que se implanta el llamado diformismo sexual, que es el que hace que la anatomía de don Fidel Velázquez, pongamos por caso, no se parezca en nada a la de Olga Breeskin. Gracias a este diformismo la especie humana ha pasado y pasa ratos muy agradables, aunque también ha dado origen a un sinnúmero de calamidades, principalmente a través del matrimonio.
Para mayor información sobre el sexo, ruego a mis lectores consultar un tratado de biología o bien a cualquier jovencito o jovencita de secundaria. Especialmente a una jovencita, sobre todo si estudia en colegio de monjas. Algunas revistas y películas cinematográficas también son altamente ilustrativas al respecto.
Lo que el vulgo sabe acerca de Napoleón
Que era chaparrito.
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Que llevaba siempre una mano metida en la guerrera. Según unos, porque padecía úlcera gástrica; según otros, porque se le había caído un botón y ninguna de sus dos mujeres tuvo el comedimiento de pegárselo, ya que en aquella época también existía una que otra liberada.
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Que se ponía el sombrero de dos picos al revés, es decir, con éstos apuntando a uno y otro lado, en vez de hacia atrás y adelante. Cuando el vulgo se entera de que dichos sombreros también se llamaban bicornios, automáticamente relaciona el de Napoleón con las veleidades amorosas de Josefina y de María Luisa.
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Que usaba un mechón sobre la frente.
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Que nació en Ibiza, Sicilia, Cerdeña o una isla de por ahí. Algunos saben, correctamente, que nació en Córcega, pero luego meten la pata al escribir que era corzo, con zeta, lo cual es una barbaridad, ya que el corzo con zeta es un cuadrúpedo rumiante europeo de la familia de los cérvidos, en tanto que Napoleón, aunque europeo, no era cérvido, sino que pertenecía a la familia de los Buonaparte, de Ajaccio, Zona Postal 12.
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Que guerreó con medio mundo, inclusive con Rusia, si bien al llegar a Moscú volvió por el frío. Igual que aquel embajador nuestro que no llegó a presentar sus cartas credenciales en Bucarest, Rumania, por el mismo motivo.
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Que invadió España y colocó en el trono de aquella sufrida nación a su hermano José, a quien el pueblo rápidamente llamó “Pepe Botella”, por su afición a los alipuses.
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Que decía que la música era el menos molesto de los ruidos. (Y eso que
no llegó a conocer la “pop” de nuestros melenudos contemporáneos).
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Que inventó el coñac que lleva su nombre.
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Que participó en la toma de Tolón y luego mandó fusilar al campanero.
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Que entre muchas otras frases célebres dijo: “el Estado soy Yo”. (Lo cual también es una soberana burrada, ya que quien la dijo fue Luis XIV, pero póngase usted a discutir con el vulgo).
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Que su primera mujer, Josefina, era mulata. Sólo por el hecho de haber nacido en la Martinica, lo cual equivale a decir que Silvia Pinal es yaqui porque nació en Sonora.
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Que tuvo como segundo frente (no militar) a una condesa polaca estupenda, doña María Walewska. Otros creen que fue Greta Garbo, la célibe actriz sueca que algunos años después hizo el papel de la condesa en una película.
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Que estuvo prisionero en una isla y luego fue desterrado a otra, en la cual murió. (¿Elba? ¿María Cleofas? ¿Santa Elena? ¿María Madre? ¿La del Diablo? ¿María Magdalena?).
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Que fue derrotado en Watergate.
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¡Ah!, y que todos los locos creen que son él.
Carta de la gorda
al nutriólogo
Admirado doctor:
Soy la señora de Barrigoicochea, pero si el apellido de mi marido no le suena, bastará que le diga algo que le hará ubicarme al instante: soy La Gorda.
Ya ve usted que acepto mi gordura con toda resignación. “La Gorda” no es un mote que utilice la gente a mis espaldas y en voz baja al referirse a mí. ¡Qué va! Cuando llamo por teléfono a mi marido y la secretaria pregunta quién habla, antes de responder si está o no, o si se encuentra en reunión del consejo y no puede ponerse al aparato, yo le aclaro rápidamente:
—Habla La Gorda.
— ¡Ah, sí señora! —contesta muy sonriente—. Ahorita mismo la comunico con el licenciado.
Y en casa, mi marido y mis siete adorables hijos creo que ya ni saben cómo me llamo, pues todo se les va en “hola, Gorda”, “adiós, Gorda”, “Gorda, tengo hambre”, “Gorda, se me cayó un botón”, “no hay toallas en el baño, Gorda”. . . Y así por el estilo. Por lo tanto le ruego que no sufra, cuando me vea, tratando de recordar un apellido tan complicado corno Barrigoicochea. “Esta es La Gorda”, se dirá usted para sus adentros, y yo tan ecuánime y tan contenta. Le n pito, doctor, que soy una gorda de lo más resignada.
Porque yo soy esa señora gorda que hace tambalearse a los taxis, haciéndolos inclinarse peligrosamente a babor o a estribor, según la banda por la que me suba y el lado donde me siente. Hay cines a los que no voy, porque no tienen brazos desmontables las butacas para que yo pueda ocupar dos de ellas. Soy una de esas damas gordas que en los cocteles cogen tres o cuatro canapés cada vez que pasan la bandeja; y si la dejo pasar sin tomar un canapé (lo cual raramente ocurre), es porque veo que detrás viene un camarero con un platón de tacos de cochinita pibil o con camarones gigantes en salsa tártara, de los cuales también tomo tres o cuatro. Y si alguien me advierte: “Cuidado, que eso engorda”, le contesto que vaya y se lo diga a los flacos, puesto que yo llevo años de haber engordado.
Creo, doctor, que con lo dicho tiene usted datos más que suficientes para trazar mi perfil sicológico. Por lo que respecta al físico, lo dará por descontado: basta imaginar una esfera con ojos —eso sí, bastante bonitos, lo que sea de cada quién— y una pechuga que haría palidecer de envidia a Zulma Fajad y a Sofía Loren juntas. Tengo complejo de gorda y estoy gorda. Gordísima, doctor.
Pero no es por el complejo que le escribo. Usted es experto en dietética y no en complejos. Para eso) están Edipo y los siquiatras. Acudo a usted porque he leído su libro sobre obesidad, la torturante obesidad, sus causas y remedios. Confieso que entendí muy poca cosa, pero no cabe duda de que usted domina el asunto. Y por eso me dirijo ahora a usted, doctor, con la confianza que Inspiran los sabios con carisma, los curanderos, los yerberos, los santos como San Martín de Porres, los “swamis” y los productos de la acreditada casa Bayer. Usted habla en su libro de metabolismo y endocrinología, y dice que el cuerpo humano es como un laboratorio químico en el que se introducen compuestos que reaccionan entre sí y con los compuestos producidos por el mismo cuerpo. Los compuestos de fuera se denominan pan con mantequilla, papas fritas, spaghetti, mondongo a la veracruzana, batidos de chocolate, pasteles de crema, paellas, frijoles refritos, etcétera. Son tantos los compuestos de fuera que nos tientan a las gordas (aparte de ellos no nos tienta nadie), que las tentaciones de San Antonio resultan juego de párvulos. Por lo que respecta a los compuestos de adentro, cita usted a los jugos gástricos, las hormonas y otras zarandajas que yo no discuto. Y añade, para ilustración de sus lectores, que la adecuada dosificación de los reactivos externos e internos constituye el régimen alimenticio ideal.
Bueno, doctor, pues eso es lo que yo, La Gorda, necesito: un régimen alimenticio. Si no ideal, por lo menos adecuado. Y le suplico su ayuda porque veo mi complejo de gorda muy comprometido. Por lo que más quiera, déme una manita. O las dos, si es posible. El próximo 15 de junio se celebra en Viena el Primer Simposio Internacional de Mujeres Gordas. Hasta el momento de escribirle la presente, se han inscrito ciento cuarenta y tres, entre ellas una rusa y una alemana que figuran con pesos superiores al mío, ya que hacen tambalear la báscula con doscientos setenta y cinco y trescientos diez kilogramos, respectivamente. Y yo apenas llego a doscientos sesenta, con todo y faja.
Le ruego, pues, doctor, que me proporcione un régimen alimenticio intensivo, suficientemente adecuado para poder engordar otros sesenta o setenta kilitos en tres meses, a efecto de apabullar a la teutona y a la eslava. Con mi agradecimiento anticipado, le saluda efusivamente,
BENIGNA VALDOVINOS DE BARRIGOICOCHEA
(La Gorda)
Tangos con acompañamiento de mariachis
Hace algún tiempo recibimos la grata visita de una delegación comercial y financiera argentina, integrada por treinta y ocho hombres de empresa que vinieron a tratar diversos aspectos relacionados con la integración del Mercado Común Latinoamericano. Por principio de cuentas, y de acuerdo con sus colegas mexicanos, se convino en crear una Bolsa Mexicano-Argentina de Importación. Y acto seguido se pensó en la necesidad de editar a toda prisa un diccionario mexicano-argentino para poder entenderse entre sí, a fin de no verse en el penoso caso de tener que recurrir al finlandés o al húngaro a efecto de continuar las conversaciones.
En aquella ocasión, sin embargo, sirvió de intérprete un ciudadano nacido en Peralvillo, pero que años atrás se había marchado de bracero a la Argentina, donde vivió y trabajó en el popular barrio bonaerense de La Boca. Consecuentemente, dominaba a la perfección nuestro “caló” capitalino y el “lunfardo” porteño, y lo misino zapateaba un jarabe que se marcaba un tango compadrón. No obstante, el intenso esfuerzo intelectual que tuvo que desplegar en la primera sesión de los hombres de negocios lo dejó extenuado, al grado de que tuvieron que mandarlo después a pasar una temporada de reposo y recuperación a Cozumel y luego a Bariloche.
—-La única manera de salir de esta mistonga que nos descangaya a los latinoamericanos, che —observó uno de los delegados argentinos en la reunión inicial —es amurando a los bacanes que nos han afanao durante tanto tiempo. No importa que no tengamos guita o menega. Bien podemos chamuyar entre nosotros y cambalachear pilchas por tamangos. ¿Qué más nos da morfar faimas al principio, hasta que nos hagamos cancheros y nos empiece a piantar la plata? Todo es afanar el canyengue, che.
— ¿Qué dice? —preguntaron los mexicanos un poco nerviosos.
El intérprete se rascó la cabeza y le echó un chorrito de tequila a su mate.
—Pos que l’única manera de salir de brujas es tirando a lucas a los changos que nos han estado haciendo de chivo los tamales y mangoniando desdi hace rato. Que no li’aunque que no téngamos lana. Que podemos cotorrear entre nosotros y cambalachiarnos tacuchis por cacles. Que qué más nos da tiacualiar puras gordas al prencipio, hasta que nos póngamos abusados y nos empiecen a cáir los tecolines. Que todo es agarrar la onda, mis cuates.
LOS delegados mexicanos sonrieron.
—Juega el gallo —dijo uno de ellos—. Nosotros estamos dispuestos a atorarle. Ora es cuando, chiles verdee le van a dar sabor al caldo.
— ¿Qué dice, che? —preguntaron los argentinos.
—Que les hace berretín el rebusque —tradujo el intérprete.
—Macanudo, che. Pero no nos hagamos otarios. Vos tenés kerosén, que a nosotros nos hace falta en el cotarro. Y en cambio nos sobran pingos, bien cebaos con los yuyos de la pampa. ¿Qué sacudís si los bolicheamos por comienzo?
Los mexicanos miraron al intérprete con angustia.
—Pos que ´stá suave la movida, manitos —explicó éste — Pero que no nos hágamos tarugos. Que nosotros tenemos petróleo, que a ellos les está haciendo falta en su cantón, y en cambio tienen hartos cuacos, muy bien dados con el zacatito que se recetan en los llanos. Que qué dicen ustedes si por ái le entran primero, como quien dice pa’ principiar antes que nada.
Mexicanos y argentinos se abrazaron con lágrimas en los ojos. No tanto por las operaciones mercantiles en perspectiva sino por la dicha de poder entenderse. Ya en este plano de mutua comprensión elaboraron un fructífero programa para trocar briyos por huipiles, catreras por petates, lengues por paliacates, polleras por rebozos y vino peleón por tlachicotón con moscas.
Mientras don Miguel de Cervantes Saavedra se retorcía en su sepultura, todos acabaron cantando tangos con acompañamiento de mariachis.
Viaje de ida y vuelta
EL otro día tuve ocasión de conversar con un agente de inhumaciones que lleva muchos años dedicado a su tétrico oficio. Contra lo que pudiera suponerse, el hombre es jovial, bromista, amante de la buena mesa y del buen vino, y viste de colores claritos. Después de haber charlado sobre diversos tópicos ligeros y sin importancia, no pude resistir la tentación de hacerle la pregunta de rigor en estos casos:
—Dígame usted: ¿ Cómo es que siendo persona de tan excelente humor y gustos tan mundanos, se le ocurrió dedicarse a una profesión que no se distingue precisamente por su alborozo?
-—Hombre —replicó el enterrador—, lo uno no está reñido con lo otro. ¿Usted cree que los dentistas tienen que andar siempre con dolor de muelas?
—No, desde luego que no —admití un tanto desconcertado por la peculiar lógica de la respuesta—. Sin embargo, me parece que el constante trato con deudos atribulados, la atmósfera necesariamente fúnebre en que se desenvuelve su actividad e inclusive la cotidiana presencia de la muerte, a la larga acabarían por ensombrecerle el ánimo al más pintado.
— ¡Qué va! —sonrió el agente—. Es como si me dijera usted que los médicos, de tanto tratar con enfermos, acaban por sentir las mismas dolencias y salen a cal1e tomándose el pulso, sacando la lengua y auscultándose el vientre. Lo único que enferma a los doctores es la falta de enfermos. Igual me ocurre a mí: el día que no hubiera fallecimientos, yo moriría de tristeza y poco después de inanición.
El inhunador vio pasar con el rabillo del ojo a una chica de voluptuosas caderas y mentalmente le tomó las medidas. Después pidió otra ginebra con agua tónica y encendió un cigarrillo.
Por lo que respecta a la presencia física de la muerte —continuó—, créame usted que de tanto contemplarla se le pierde el respeto. No al cadáver en sí, ni mucho menos (después de todo son nuestros clientes, aunque los que paguen los gastos (le inhumación sean sus parientes), sino a la simple cesación de la vida. Para nosotros resulta curioso que la inmensa mayoría de los mortales —y qué bueno que lo sean— sientan horror por una situación tan natural y a la que tarde o temprano debemos llegar todos. La muerte, mi querido amigo, no es más que el término de un viaje de ida y vuelta.
— ¿Cómo que de ida y vuelta? —pregunté con bastante extrañeza.
—Si, señor. Volvemos a la nada de donde vinimos. Unos hicieron el viaje en primera clase, con butacas acojinadas y champaña por cuenta de la empresa. Otros, en segunda, con la probabilidad de que sudaron tinta para sufragar el boleto. Otros más, en tercera, con toda clase de incomodidades y congojas. Y los hay que hacen el recorrido en calidad de polizones, sufriendo hambres, privaciones e inclemencias en un vagón de transporte para ganado. Sin embargo, el viaje tiene un término para todos, sin excepción. Para unos fue una pesadilla y para otros constituyó un deleitable paseo. Unos le sacaron jugo, otros más lo desaprovecharon Y no faltaron despistados que ni siquiera se dieron cuenta de que estaban viajando en el convoy de la vida. Pero de cualquier manera, repito, el viaje termina para todos, ¿Qué hay de horripilante en ello?
—No lo sé. Posiblemente la certidumbre de que debe terminar, si bien nos hacemos la ilusión de que podremos hacer conexión con otra línea y seguir el trayecto tiempo indefinido.
El agente de inhumaciones volvió a reír. Luego apuró su vaso, me dio una palmadita en la rodilla y sacó la cartera.
—Le aseguro a usted que a la larga le aburrirían el paisaje y sus compañeros de viaje. Con miras a que algún día tendrá que apearse, permítame que le dé mi tarjeta.
Terapéutica de antaño
Una de las razones por las que gozo de buena salud —gracias a Dios— es el miedo espantoso que les tengo a las enfermedades. Y más que a las enfermedades, a los procedimientos para combatirlas.
Yo pertenezco a una generación que supo de ciertos remedios drásticos, inspirados sin duda en los suplicios y tormentos practicados por la entonces reciente Inquisición. De pequeño, muchas veces me aguanté un terrible dolor de anginas, antes que hacerlo público y caer en garras de la terapéutica familiar. Esta consistía, en el caso de la amigdalitis, en darle al paciente “toques” de tintura de yodo, que hacían ver las estrellas y toda la Vía Láctea en su magnífico esplendor; o bien de azul de mitileno, una sustancia que ardía menos, pero que lo dejaba a uno escupiendo azul durante un mes, como si fuera candidato panista, aunque en aquella época todavía no existía el PAN, no sé si afortunada o desgraciadamente.
Los dichos “toques” consistían en sujetar un trozo de algodón mediante una liga en el extremo de un lápiz o de un palito cualquiera, mojarlo en yodo o en azul de mitileno y después paseárselo al doliente por toda la garganta, con repiqueteo de la campanilla y excursiones por la lengua y el paladar. Además del escozor, el método provocaba horribles náuseas. Y a veces complicaciones más graves, como las que me originaba a mí tragarme el algodón con todo y liga, a causa de mi pataleo y del consecuente redoblamiento de ímpetus por parte de la aplicante. Y digo “la”, porque ésta solía ser mi señora madre. O peor aún, mi señora abuela. Ambas damas frágiles, como todas las de su época, que se desmayaban a la vista de un ratón, pero que en esto de aplicar toques desplegaban insospechados bríos para llegar al fondo del asunto.
La inocente tos, que ahora se cura con pastillas, en aquellos tiempos ameritaba también curaciones de caballo, ya que se le consideraba como indicio de tisis latente. Nos daban a chupar terrones de azúcar impregnados de petróleo —sí, señor, de petróleo— y después nos aplicaban sobre el pecho unos emplastos de antiflogistina ardiendo. La tal antiflogistina era una pasta pegajosa, que olía a demonios y sobre todo quemaba como una plancha recién sacada de la lumbre. (En aquella época las planchas no eran eléctricas, sino que se ponían a calentar sobre las brasas. Las planchadoras se mojaban un dedo con saliva y lo pasaban rápidamente por la bruñida superficie del artefacto, para ver si estaba suficientemente caliente. (A veces no se mojaban bastante el dedo y entonces se les quedaba pegado en la plancha). Cuando dos o tres días después se quitaba el emplasto de antiflogistina, éste se llevaba adherida una generosa porción de epidermis.
Los resfriados se combatían también con recursos heroicos. Uno de ellos consistía en darle un baño de pies al enfermo, con agua hirviendo y mostaza. El cuitado invariablemente lloraba. Si no por la chamusquina, por efecto de los vapores de mostaza. Al dar de gritos, siempre se nos recordaba el sacrificio de Cuauhtémoc. “¿Acaso crees que estoy en un lecho de rosas?”, lloriqueaba mi abuela, que también se quemaba las manos y se asfixiaba con las emanaciones. Después venía el te de limón, hirviendo, con su chorrito de tequila y dos aspirinas. Este remedio era agradable en sí, pero después lo hacía sudar a uno como un condenado, máxime que se le arropaba con cuatro cobertores y el sarape del abuelito. El buen señor, sin embargo, no pasaba frío al ser despojado de su prenda, ya que él se bebía el resto del tequila. Mi abuelo Homobono siempre estaba deseando que hubiera agripados en la familia.
Con la llegada del verano surgían los padecimientos gastrointestinales, que siempre se achacaban a la fruta verde. El tratamiento se iniciaba con una feroz lavativa. En todos los cuartos de baño había un clavo, del cual colgaba el irrigador, un recipiente de peltre con capacidad para dos litros y medio. El proceso era doloroso, angustioso y humillante. Se llenaba de líquido e1 recipiente, se diluían en él los polvos laxantes que había recetado el médico y preparado el boticario, se untaba de vaselina a la cánula, y luego, ¡zas!, para adentro. La aplicante mantenía el irrigador en alto para que el agua saliera con más fuerza, y musitaba una oración que, por lo visto, también era muy efectiva para limpiar y despojar el vientre. Uno, tendido boca abajo en el suelo, sobre un cobertor, sentía que lo inflaban como globo y que le estallaban las tripas. A los gritos de “¡ay, mamagrande, ya no aguanto! “, la tenaz señora contestaba con un: “Ya falta poquito. Reza un Padre Nuestro y medita sobre el martirio de San Expedito, que murió empalado”. Después venía la debacle, que dicen los franceses.
Como complemento, se nos administraban cucharadas de aceite de ricino de la afamada casa italiana Erba. Este era un líquido viscoso y repugnante, que sabía a demonio. A mis primos de Tacubaya se lo daban mezclado con jugo de naranja o con cerveza, razón la cual hasta la fecha no soportan ni siquiera la mención de ambos líquidos. A nosotros, los de Mixcoac, nos lo daban al natural, una cucharada tras otra. Lo más que se nos permitía era apretarnos las narices durante el trance. ¡Y ay del que lo escupiera o lo vomitara! No solamente nos duplicaban la dosis, sino que encima nos daban una cueriza con un cinturón que, según el abuelito Homobono, había pertenecido a mi general Sóstenes Rocha. El valor histórico de la prenda, sin embargo, no mitigaba el dolor que causaban los fajazos.
En la actualidad, gracias a los adelantos de la ciencia médica, todo se resuelve con inyecciones de antibióticos y operaciones quirúrgicas. Físicamente hablando, son menos torturantes que los remedios de antaño. Pero desde el punto de vista económico, lo dejan a uno más baldado que los “toques”, la antiflogistina y las lavativas. Por eso yo no me enfermo. Y si me enfermo, me aguanto, como lo hacía cuando de pequeño me dolían las anginas.
La impotencia
—No hay nada que más me desespere que la impotencia -—suspiró Procopio Gelatina, nuestro cándido amigo y contertulio—. Eso de querer y no poder, eso de estar dispuesto y no tener con qué, ni saber cómo, ni lograr hacer nada, es algo verdaderamente horrible y espantoso.
— ¿A qué te refieres concretamente? —le preguntó alguien del grupo.
—Pues me refiero al no poder en general, pero si quieres te puedo citar cuatro casos en que he sido víctima de la impotencia y he sufrido intensamente a causa de ella.
La primera vez que sufrí sus descorazonadores efectos ocurrió hace cosa de quince años, cuando habiendo ido un grupo de chicos y chicas a un día de campo, mi novia y yo nos perdimos y nos separamos involuntariamente de la palomilla. Por más gritos que dimos, nadie nos oyó. Estábamos los dos totalmente aislados, en medio del monte y a varios kilómetros de distancia del pueblo más cercano. Cuando sentimos hambre, no nos quedó más remedio que comer solos. Afortunadamente mi novia llevaba un paquete de pan en rebanadas y yo una lata de sardinas.
— ¿Y qué pasó? - —preguntamos todos con mucho interés.
—Pues nada, que nos sentamos sobre unas piedras a la orilla de un riachuelo, extendimos un pañuelo en el pasto y nos dispusimos a comer. — ¿A qué? —preguntó un contertulio que era medio sordo y había oído otra cosa. —A comer —repitió Procopio—. Mi novia colocó el pan sobre el pañuelo y yo saqué la lata de sardinas, pero en ese momento me di cuenta de que no traía abrelatas, ni navaja, ni ningún otro instrumento apropiado para abrirla.
— ¿A quién? —indagó otro que era muy mal pensado.
—A la lata, naturalmente —repuso Procopio—. Aquello fue el suplicio de Tántalo, como podrán ustedes imaginarse. Ahí estaba la lata, adentro estaban las sardinas, pero no había manera de abrirla y de llegar a ellas. Traté de horadarla con una piedra, pero nada. Y nadie podía acudir en nuestra ayuda, pues repito que el primer sitio poblado estaba muy lejos de donde nos hallábamos. No había ni un alma en veinte kilómetros a la redonda. Mi novia se recostó en el pasto, sonrió enigmáticamente y dijo algo de que al cuerno con las sardinas, pero a mí todo se me fue en darle vueltas a la lata en las manos. Así comprobé por primera vez los amargos efectos de la impotencia. ¡Tener hambre, poseer una lata de suculentas sardinas y no poder abrirla! ¿Se imaginan ustedes qué desesperación la mía?
Procopio Gelatina bebió un pequeño sorbo de limonada y continuó su relato:
La segunda vez me ocurrió en un edificio de apartamentos en la ciudad de México. Entramos en el elevador una señora joven, guapetona ella, muy exuberante de carnes, y yo. El artefacto se descompuso a medio camino y se detuvo justamente entre dos pisos. Ni para arriba ni para adelante, digo, ni para arriba ni para abajo. Toqué el botón de alarma y acudieron unos vecinos, quienes nos informaron desde afuera que el portero había ido a comer a una fonda cercana, pero que no nos alarmásemos, pues regresaría en una o dos horas. Por lo visto él era el único capaz de arreglar y de poner nuevamente en marcha al condenado elevador. La señora joven y guapetona sonrió, se encogió de hombros y sacó un cigarrillo. “Bueno, yo no tengo ninguna prisa”, me dijo con gran desparpajo, “¿y usted?”. “Yo tampoco”, le respondí. “Pues entonces vamos a pasar el rato de la mejor manera posible”, volvió a sonreír la muy pícara. “¿Quiere usted darme lumbre?” Me busqué en todos los bolsillos, y nada. Tonto de mí, pues al cabo de media hora de registrarme toda la ropa, me acordé de que no fumaba. Después me puse a buscar la manera de proporcionarle fuego a mi bella acompañante, pero ningún procedimiento me dio resultado: froté dos lápices hasta que los rompí, tratando de que se encendieran como hacían los hombres de las cavernas con dos leños; intenté concentrar los débiles rayos del foco eléctrico con una pequeña lente de aumento que siempre traigo en el bolsillo, y por poco causo un cortocircuito y me electrocuto al meter el dedo y el cigarro dentro del enchufe del foco, pero nada. Lo único que conseguí fue que nos quedáramos a oscuras.
— ¡Hombre, qué interesante! —exclamé—. ¿Y luego qué pasó?
—Pues nada —continuó Procopio—, que por fin llegó el bendito portero y echó a andar el elevador. La señora joven, guapetona y exuberante de carnes estaba furiosa, como era de esperarse: ¡dos horas de estar encerrada conmigo y sin poder fumar su cigarrillo! Ustedes saben lo que significa este suplicio para los aficionados al humo. Con decirles que cuando salimos, ni siquiera se despidió de mí. Yo también estaba que me llevaba el diablo, pues no hay nada que frustre más que la impotencia, el querer hacer algo y no poder conseguirlo. Desde entonces siempre ando con un encendedor y varias cajas de cerillos. Procopio rió con su risa de caballo, sacó una, nos la mostró y la agitó en el aire.
—La tercera, vez —prosiguió fue cuando estaba yo trabajando en aquella casa de venta y reparación de televisores. ¿Se acuerdan ustedes? Una tarde me mandaron a componerle el aparato a una señora.
— ¿Qué aparato? —preguntó con soma un amigo.
—El de televisión, naturalmente. ¿Cuál otro iba a ser? Ni modo que el aparato respiratorio.
Procopio volvió a reír como caballo y continuó.
—Según parece, el marido de esta señora acababa de divorciarse de ella porque la había sorprendido en pleno combate amoroso con un vendedor de seguros. Yo llegué a su departamento y estuve tocando el timbre de la puerta un rato bastante largo, hasta que vino a abrirla envuelta en una toalla. “Perdone, joven”, me dijo muy sonriente, “pero estaba yo en la regadera. Haga favor de pasar, siéntese y prepárese usted mismo un whisky. No tardo ni dos minutos”. En realidad tardó como cinco, pero regresó a la sala muy perfumada y entalcada, con un negligé más transparente que la democracia del PRI. “¿No se ha preparado su trago?”, me preguntó. “No, señora”, le respondí. “Bueno, pues entonces voy a preparar dos para los dos. O mejor de una vez preparo cuatro, pues luego da mucha flojera levantarse”. Yo la miré con asombro. “¿Levantarse de dónde?”, le pregunté. Por toda respuesta soltó una carcajada y después me hizo una mueca, sacándome la puntita de la lengua. De la lengua de ella, claro.
A pesar de que veía que estábamos en ascuas, Procopio bebió muy parsimoniosamente el resto de su limonada y luego prosiguió:
—Bueno, para no hacerles el cuento largo, nos bebimos seis whiskies cada uno, con muchas risotadas y cruzar y descruzar de piernas por parte de ella. En eso se desató un tremendo aguacero.
— ¿Y qué pasó? —gritamos todos.
—Pues nada, que se fue la luz y no pude componer el aparato de televisión. Me quedé más de dos horas platicando frente a la ventana, esperando que pasara la lluvia y volviera la corriente.
— ¿Y la dama? —preguntó el más joven del grupo.
—Nada, que al cabo de un rato yo creo que se aburrió, pues dejó de reírse y de cruzar y descruzar las piernas y se fue a su recámara. Como dejó la puerta entreabierta, pude oír que decía unas palabrotas de chofer de camión, hasta que empezó a roncar y entonces deduje que se había quedado dormida. Claro, con seis whiskies entre pecho y espalda... Y como la luz no volvió, yo tuve que marcharme a casa, con la frustración de no haber podido componer la televisión.
Procopio Gelatina se limpió delicadamente los labios con una servilleta.
—Sin embargo —terminó--—, la cuarta vez que sufrí los terribles efectos de la impotencia fue la peor, ya que sucedió precisamente en mi noche de bodas.
Todos paramos la oreja.
—Cuando llegamos al hotel mi mujer y yo —Continuó Procopio—, Clarita me dijo que había olvidado las llaves de su maleta. Traté de abrirla con las mías y luego con un destapador de botellas, pero por más que porfié y me esforcé por largo rato, no pude conseguirlo. Total, que nos pasamos la noche en vela. Lo único que conseguí fue romperme las uñas.
— ¿Pero para qué demonios querías abrir la maleta? —aullé.
—Es que adentro estaba el camisón de Clarita —sonrió anémicamente nuestro amigo, el impotente Procopio Gelatina.
Pillines poco conocidos
Galiferio Hurtado de Gomosa y Péndola (1870-1910). Nació en la ciudad de México, hijo de padres también bastante sinvergüenzas. Más hábil que ellos, fue célebre durante buena parte del porfiriato al haberse hecho pasar por noble europeo y millonario, aprovechando la circunstancia de que tenía los ojos azules y un defecto en la garganta que le hacía pronunciar la erre como gué. Diciéndose conde francés unas veces y gran duque ruso otras, vivió en los hoteles más lujosos de la ciudad —sin pagar, naturalmente— y en calidad de invitado en las mansiones de los más destacados aristócratas de la época. Una vez descubierto, fue a dar a la cárcel (en aquellos tiempos sí funcionaba la justicia), donde pasó el resto de sus días. “Toda mi vida he sido huésped”, dijo muy satisfecho antes de morir en el recién inaugurado Palacio Negro de Lecumberri.
Margarito Barbecho (1885.1965). Originario del rancho de Tres Pelonas, Chihuahua, en su primera juventud fue peón, arriero, mozo de estribo y después garrotero en la línea de ferrocarril de Cañitas a Durango. Acusado de haber asesinado a un maquinista gordo que le caía ídern, durante varios años anduvo a salto de mata por las cumbres del Gato y la sierra de Mohinota. Al estallar la Revolución vio el cielo abierto. Se incorporó desde luego a las fuerzas de Pascual Orozco, de quien pronto se ganó la confianza, a tal punto que el guerrillero le entregó dos talegas con cien mil pesos oro cada una para que fuera a comprar armas y municiones a El Paso, Texas. Sin embargo, tan pronto como cruzó el río Bravo, mi coronel Margarito Barbecho (que para entonces ya tenía ese grado), razonó que después de todo eso de andar a tiros era una cosa muy fea, y que a las armas, según había oído decir, las carga el diablo y las disparan los pendejos, por lo cual decidió irse a Los Ángeles, donde invirtió el dinerito en bienes raíces y abrió un restaurante al que puso por nombre “México Lindo”. Don Margarito murió a provecta edad, cachetón y barrigón, muy bien forrado y sobre todo con la conciencia tranquila, al haber evitado tantísimas muertes. Sus últimas palabras fueron para bendecir en voz alta a la Revolución que desde tan temprano le hizo justicia.
Crisanto Barrenillo Pozole (1910-1960,). Empleado federal de no malos bigotes, casó con siete mujeres a un tiempo, para lo cual se cambió el nombre y la filiación en Hacienda tantas veces corno fue necesario. Fue descubierto cuando iba a contraer nupcias por octava vez, al toparse con un hermano de su segunda mujer y un cuñado de la tercera, que andaba en líos este último con una prima de la sexta, la cual a su vez se había divorciado de un sobrino de la primera. El fatídico encuentro tuvo lugar cuando esperaba a la octava novia a la entrada del templo. De no haber sido por tal accidente, Crisanto hubiera batido la marca continental de casamientos simultáneos. Por culpa de los parientes metiches, quedó sólo en campeón nacional. (El actual campeón de América es un señor chaparrito y cacarizo de Venezuela).
Teodorito Vitola (1915-1974). Después de haber vivido la mitad de su vida a Costa de sus padres, la otra mitad la vivió a costa de sus hijos. Como la mayor parte de los ciudadanos que se las ingenian para subsistir sin dar golpe, tuvo muchos amigos y admiradores, habiendo sido muy querido y apreciado por todos. Su muerte fue muy sentida, especialmente entre aquellos a quienes les debía dinero.
Cornelio, Bisonte (1920-1977). Pintor surrealista y poeta de metro libre, consiguió una beca del gobierno de mi general Cárdenas y se pasó tres años de rechupete en París, dedicado a la bohemia y a la Clara. Esta última era una francesita rubia de ojos azules y tez nacarada, que estaba como para chuparse no sólo los dedos, sino la mano entera y el brazo hasta el codo o hasta el hombro. Se casó con ella y la trajo a México, donde la niña no tardó en decorarle el frontispicio con una cornamenta que hubiera puesto verde de envidia a un alce del Canadá. Dudando entre matarla o sacar provecho de su desventura, Cornelio Bisonte optó por esto último, tarifando y anunciando ampliamente los encantos y favores de la francesita. Ganó con ellos mucho más que con sus cuadros y poemas. Murió mugiendo, víctima de la fiebre aftosa.
Juvencio Soplete (1932-...?). Fue jefe de aduana en una importante ciudad fronteriza del norte. Cuando terminó el sexenio y con él su jugosa chamba, decidió aplicar los vastos conocimientos que había adquirido y se dedicó al contrabando. Más tarde invirtió sus ahorros en la promoción a todo vapor y color de una inmobiliaria de esas en que todo es cuento de hadas y fantasía para piano y orquesta, llevándose entre las espuelas a más de dos mil incautos. Actualmente se ignora su paradero por haberse ausentado del país sin dejar dirección adonde se le pudiera dirigir la correspondencia. Se cree, sin embargo, que emigró a una pintoresca república del centro de África con la cual no tenemos tratado de extradición, si bien la experiencia ha demostrado que los tales instrumentos internacionales sirven tanto como la carabina del mentado Ambrosio.
Floripondio Capullo de Alhelí (1953....?). A los diecisiete años se hizo famoso cantando y tocando la guitarra, después de haber grabado varios millones de discos y actuado en Estados Unidos, Europa y Sudamérica con éxito fabuloso. Después se descubrió que el que cantaba y tocaba era su perro. Hoy yacen ambos en el olvido, pero muy bien forraditos de lana. Por lo menos Floripondio.
La planta que creció
en un banco
Cuando a Espartaco Gurría lo trasladaron de su natal Tabasco a la oficina matriz del Banco Internacional de Crédito Usurario en la avenida Juárez de la ciudad de México, en calidad de jefe del departamento de Cartera, Portamoneda y Sistematización de Procesos, decidió llevarse en una maceta un retoño de cierta bellísima y exótica planta tropical que, entre miles de otras, crece a orillas del imponente e impasible Usumacinta. Espartaco colocó la maceta cerca de su escritorio, junto a un ventanal que daba a la avenida y al lado de una pecera donde nadaban pececillos de colores, vistosos pero neuróticos. Estos últimos eran reliquia de su antecesor en el puesto, un señor Furukawa, que también por nostalgia los había traído de Baja California.
La planta creció como suelen crecer todas las plantas, especialmente las de Pemex, que se agrandan a base de obregonísticos cañonazos de cincuenta mil pesos por plaza. Pero desde un principio a la tabasqueña dicotiledónea le extrañó el ambiente que la rodeaba: aquellas paredes con relojes y calendarios mecánicos empotrados, aquellos pisos de mármol, aquellos tubos de luces fluorescentes, aquellos sillones forrados de cuero, aquellos cueros que se sentaban en los sillones cruzando sus bien torneadas piernas, aquellos larguísimos mostradores, aquellas colas de cuentahabientes, aquellos policías con metralletas, aquella calva del jefe de Cambios, Representaciones y Cobranzas... Todo distaba mucho del paisaje habitual en que acostumbra crecer una planta honesta nacida en el trópico y a orillas de un río caudaloso.
No se oía el canto de los pájaros, ni el rugir de los pumas, ni el chapotear de los caimanes, ni el zumbido de los mosquitos y demás insectos que tanto amenizan la selva tabasqueña. En lugar de todo esto, alrededor de la plantita sonaban extrañas voces:
—Lo siento, pero no tiene fondos.
—Tiene usted que llenar esta solicitud en siete tantos.
—Por el momento están restringidos todos los créditos.
— ¡Número treinta y nueve!
—Haga favor de ver al señor Rodríguez, aquel flaco de corbata verde que está sentado en el escritorio del fondo, tomando un vaso de leche para su úlcera gástrica.
—Le digo a usted que no tiene fondos.
—Martita, pásame diez billetes de a mil, mana.
—No, no hacemos operaciones con dinares yugoslavos.
— ¡Número treinta y nueve! No se duerma, joven...
—Al treinta por Ciento anual, claro.
—Traiga usted cuatro conocimientos de firma.
—Le hablan por teléfono al señor Corbacho.
— ¡Manos arriba! Esto es un asalto... El que se mueva, se muere.
Conforme pasaron los días la planta tropical fue abriendo con timidez los grandes limbos de sus hojas; pero en vez de la suave caricia del viento cálido y del halago de los perfumes de las flores y la fruta madura, lo único que percibía era un desagradable olor a humo de tabaco y a billetes usados. Ustedes saben cómo apestan los billetes usados, a pesar de lo cual no tenemos inconveniente en guardarlos ávidamente en la cartera. Pero la planta tropical ni siquiera sabía lo que era una cartera. En cambio todas las mañanas se estremecía al sentir los efectos del aire acondicionado. Si hubiera podido protestar, no habría protestado letras vencidas, sino a gritos por los salvajes que arrojaban colillas, escupitajos y papeles arrugados al pie de su delicado tallo.
Constantemente resonaba el teclear de las máquinas de escribir, el repiqueteo de cincuenta teléfonos y los timbrazos perentorios con que los empleados llamaban a otros empleados de menor categoría. La planta, ansiosa de sol, se inclinó hacia el ventanal, pero aparte de darse contra el cristal, sólo vio pasar nubarrones de smog y el incesante tráfico de vehículos y peatones por la avenida. La planta tropical lanzó un hondo suspiro. ¡Ella, que había nacido para escuchar y deleitarse con el parloteo de los verdes loros y las policromas guacamayas, el cantar del río y el susurrar del viento entre lianas y cañaverales! Ahora tenía que soportar de nueve a una y media, todos los días hábiles, el incesante percutir de las calculadoras, el histérico llamar de los teléfonos y los diálogos sicopatológicos del público y los empleados:
—Lo siento mucho, pero el señor director sólo recibe cuando se trata de operaciones de cinco millones para arriba.
—Fíjese que no encontramos su último depósito.
— ¿Cómo quiere los tres mil pesos?
—Con toda mi alma, señorita.
—Quiero decir, ¿en billetes de qué denominación?
— ¡Número treinta y nueve!
—Le sugerimos que abra una cuenta corriente.
—Por enésima vez le repito que ese cheque no tiene fondos.
—Vaya a la ventanilla número cuatro.
—Son $ 18, 725.66 de intereses moratorios.
—Martínez, tráigame el estado de cuenta de don Selim Abujalil.
—Señorita, ¿dónde se paga la luz cortada?
—Firme usted aquí y ponga las huellas digitales de sus diez dedos...
Hasta que un día ocurrió una cosa extraña: la planta tropical, en vez de echar hojas y flores como todas las plantas, empezó a echar letras de cambio, pagarés, avisos de depósito, bonos, estados de cuentas, acciones, monedas y por último billetes de banco. Billetes pequeñitos, al principio, pero que después crecieron a su tamaño normal, con su número de serie y las firmas del cajero, del consejero y del interventor de la Comisión Nacional Bancaria. Y entonces sucedió lo que tenía que suceder: se robaron la exótica planta tropical. Unos dicen que fueron unos greñudos enmascarados de la Liga Comunista 23 de Septiembre. Otros aseguran que fue el mismo director del banco.
Alta economía
UNO. Yo me pregunto una cosa: ¿sube el Costo de la vida o suben las cifras?
OTRO. Bueno, en realidad no se pregunta usted una, sino dos cosas. Así es como empieza la inflación, señor mío.
UNO. Permítame que me explique: si usted gana veinte y la vida le cuesta veinte, ¿qué ocurre?
OTRO. Pues que nunca tengo nada.
UNO. ¿No es lo mismo que si ganara treinta y la vida le costase treinta?
OTRO. Probablemente. Pero sigo sin tener dónde caerme muerto. Sin embargo, se supone que he tenido con qué sufragar mis gastos, aunque sólo sean los más elementales. Lo verdaderamente gordo es cuando gano veinte y la vida sube a treinta.
UNO. ¡Éste es el problema! Eso es lo que se llama crisis económica. Ahora dígame usted cómo resolverla.
OTRO. Pues yo creo que haciendo que la vida cueste veinte y que yo gane treinta. UNO. ¿Y para qué quiere los diez que le sobran?
OTRO. Hombre, pues para muchas cosas. Pero siendo corno soy, ciudadano ambicioso y emprendedor, lo más probable es que pondría a trabajar los diez que me sobrasen, para convertirlos en veinte, treinta, cuarenta, cincuenta...
UNO. ¡Ah! Eso se llama especulación.
OTRO. ¿Y tiene algo de malo?
UNO. ¡Muchísimo! El que especula siempre acaba llevándose a alguien entre las espuelas.
OTRO. Bueno, como no me lo lleve yo a usted, que es mi amigo, ¿qué importa que me cargue a otros que ni siquiera conozco?
UNO. Es decir, que me protegería usted.
OTRO. Sí, señor. Desde luego. No faltaba más, hombre.
UNO. ¿Y no sabe usted que el Proteccionismo es precisamente la carcoma de los países subdesarrollados?
OTRO. Bueno, en primer lugar, yo no soy país desarrollado que proteja a países subdesarrollados, entre los cuales desde luego no se encuentra usted. Yo soy Melesio González, hombre de paz y amigo de todo el mundo. Por otra parte, eso de que el proteccionismo es carcoma, me suena a demagogia. ¿No será que acaba usted de improvisar la frase?
UNO. Yo me paso la vida preparando frases improvisadas. A veces me lleva un año cocinarlas. ¿No le parece preciosa la que acabo de espetarle?
OTRO. Claro que sí. Y además es muy profunda. Pero no deja de inquietarme
UNO. No tiene por qué inquietarle, don Melesio. Las frases improvisadas no tienen mayor trascendencia, en tanto no se apliquen a principios de política internacional, como cuando Echeverría dijo que el Sionismo era una forma de racismo y luego tuvo que mandar a Rabasita a pedir perdón de rodillas a Israel, para que no se interrumpiera la corriente de turistas gringos judíos a México. Pero en el campo de la economía, todo se reduce a un simple juego de niños: ¿que sube el costo de la vida? Pues se suben los ingresos. ¿Que suben los ingresos? Automáticamente suben los precios. Es como el cuento de la buena pipa. ¿Se acuerda usted?
OTRO. Yo no, porque no soy tan viejo. Sin embargo, volviendo al punto, en este incesante y alternado subir siempre pierden los mismos.
UNO. ¿Quiénes?
OTRO. Los que no especulan, ya que al subir el costo de la vida, no suben sus ingresos. UNO. Ésas son las víctimas que necesariamente se inmolan para que la circulación fiduciaria no aumente en demasía, provocando una inflación incontenible en sentido de espiral.
OTRO. ¡Atiza! ¿Otra frase?
UNO. Varias. Y ahí le van más: la alta economía cuece a nivel mundial, pero sin control dirigido. Consecuentemente, si a un país cualquiera se le ocurre aumentar sus ingresos, siendo dueño de un producto natural indispensable y apetecible —digamos petróleo— le basta subir el precio de su mercancía, en este caso los crudos, y ya tenemos una reacción en cadena. Los países industrializados consumidores de petróleo automáticamente suben los precios de sus productos manufacturados, que consumen los petrolíferos, y de esta manera quedan a mano. Es lo mismo que si a un panadero se le ocurre comprarle un abrigo de visón a su mujer y para lograrlo con rapidez sencillamente sube el precio de su pan.
OTRO. Me pasman sus conceptos, amigo mío. ¿Es usted acaso economista?
UNO. No, señor. Soy panadero. Y a mi mujer se le antojó que le regalara yo un abrigo de visón el día de su santo.
El desfacedor de refranes
Así como Don Quijote de la Mancha desfacía entuertos, mi compadre don Vicente Pipiolo Barreneche desface refranes. Todo empezó, según me cuenta, cuando era pequeño y sus amiguitos, sus maestros, sus padres, los padres de sus amiguitos y hasta los padres de sus maestros, preguntaban cada vez que lo veían: “¿A dónde va Vicente?”, y luego ellos mismos se respondían, riendo como idiotas: “a donde va la gente”...
—Me daba tanta rabia esta sandez —explica mi compadre—, que desde entonces me entró lo que podría llamarse la manía del sentido contrario, o sea que si un grupo de personas iba hacia el norte, yo automáticamente me abría paso a codazos para dirigirme al sur. Los domingos en la tarde, cuando había corrida de toros, al empezar a llegar el gentío a la plaza yo salía de ella con rumbo a las afueras de la ciudad, enfrentándome a la marcha humana como un barquichuelo a la corriente del golfo, vulgo Gulf Stream Y todo nada más para demostrar que yo, Vicente, no iba adonde iba la gente.
—Imagino que habrá usted sufrido mucho a causa de esta tendencia antidireccional, compadre —le dije.
—Como sufrir, lo que es sufrir, nada más pisotones, empujones y majaderías, pues usted sabe lo que es ir a contrapelo de la masa ciudadana, ya sea en política o a la salida del “Metro”, del cine o del fútbol. Pero por otra parte me he librado de las apreturas e incomodidades de Acapulco o de Veracruz en Semana Santa, ya que como se imaginará, yo no voy a esos sitios adonde va la gente. Acostumbro pasarlas en los límites de Tabasco con Guatemala, o en el Bolsón de Mapimí, donde no va nadie, ni siquiera los agentes de la Coca-Cola o los inspectores de Lolita.
—Lo cual ha de ser una bendición de Dios —comenté.
—Naturalmente —repuso mi compadre—. Además de que en esos lugares he podido desbaratar otros refranes. Por ejemplo, en el río San Pedro, que es afluente del Usumacinta y en ciertas épocas del año baja muy agitado, yo he estado a punto de morirme de hambre con el anzuelo en la mano veinte de las veinticuatro horas que tiene el día.
— ¿Y qué trataba usted de demostrar con ello?
—Que es falso de toda falsedad eso de que a río revuelto ganancia de pescadores.
Mi compadre don Vicente sacó de su cartera un recorte de periódico y me lo mostró:
—Mire usted —me dijo—: aquí viene una noticia interesantísima, que comprueba mis teorías. Según parece, en algunas momias egipcias de la época faraónica se han descubierto ciertos vestigios que indican que en aquellos tiempos ya existían la sífilis y el cáncer. O sea que es inexacto aquello de que no hay mal que dure cien años. Estos dos males han durado más de cinco mil. Después sacó una foto repugnante que mostraba a un infeliz ratoncillo con el cráneo destrozado por el resorte de una ratonera, y otra en que aparecía un león de aspecto muy satisfecho, con el rabo en alto.
—Dígame usted qué vale más —sonrió despectivamente—: ¿Ser cabeza de ratón o cola de león?
— ¿Alguna vez ha ido usted a la Villa? -—le pregunté, tratando de agarrarlo en curva.
—No una, sino mil. Y jamás he perdido mi silla, pues he tenido la precaución de llevarla conmigo, para deshacer el refrán. De igual manera le digo que mi ropa sucia no se lava en casa, sino que la mando a una lavandería automática. La cosa me sale como lumbre y me devuelven las prendas hechas trizas, pero así tengo la satisfacción de desmentir otro proverbio. Por la misma razón tengo una pajarera enorme, con quinientas y pico de aves que no se están quietas y vuelan de aquí para allá. De cuando en cuando agarro una y vendo cien. De esta manera demuestro que no es verdad que valga más pájaro en mano que ciento volando, ya que por el que tengo atrapado no me dan nada, en tanto que por los otros recibo dos o tres mil pesos.
Mi compadre se despidió, pretextando prisa.
—Tengo que ir a Salubridad y Asistencia —me dijo—. Voy a llevarles el cadáver de un dóberman pinscher de mi propiedad, que falleció ayer.
— ¿Para qué?
—Para que lo exhiban en el Centro Veterinario Antirrábico, donde según me dicen están atendiendo a más de mil enfermos del terrible mal. Así demostraré la falacia de que muerto el perro, se acabó la rabia.
Don Vicente Pipiolo Barreneche se despidió otra vez y luego otra y otra más, y una cuarta y una quinta, asegurándome que tenía unos deseos tremendos de marcharse. Después, desde la ventanilla de su camión, me guiñó un ojo, y me gritó algo acerca de que no era cierto que el que mucho se despide pocas ganas tiene de irse.
— Yo me quedé con la boca abierta. Y como no me entró ninguna mosca en ella, tuve la satisfacción de comprobar que no es necesario tenerla cerrada para impedir el Ingreso de los molestos dípteros.
Invocación al demonio
En vista de que en estos últimos años se han puesto de moda el exorcismo, los congresos de brujos y las misas negras, conviene estar preparado en caso de que se le vaya a uno la mano y de repente se aparezca el diablo.
Vamos a suponer que una lluviosa tarde de domingo se encuentra usted en su casa más solo que un gobernante a fines de sexenio, más aburrido que un enano y sin un peso en el bolsillo. Ya ha resuelto los crucigramas de todos los periódicos y revistas a su alcance. Ya ha fundido tres veces los fusibles tratando de arreglar esa rasuradora eléctrica que no funciona desde que se la regalaron la pasada Navidad. Tampoco puede llamar por teléfono a Purita, en virtud de que hace un mes le cortaron el servicio por falta de pago, y además Punta dedica las tardes de los domingos a su marido, llueva o haga buen tiempo. Ya ha verificado por centésima vez que no es capaz de pasar de la página cuarenta y siete de “El otoño del patriarca”, sin un punto y aparte que le permita respirar, por lo cual, llevado por el tedio, toma otro libro al azar y resulta que se trata de un manual de ocultismo. Lo hojea y en una de sus páginas encuentra la fórmula para invocar al diablo. No teniendo nada mejor que hacer, sigue las instrucciones del manual al pie de la letra —aunque con una alta dosis de escepticismo—, enciende las siete velas negras que prescribe el tratado, recita las cantinelas que se le indican y de repente, para su asombro, se encuentra con que frente a usted hay un individuo de pésima catadura, con cuernos y rabo, que despide un nauseabundo olor a azufre y que le mira malignamente, frotándose en el pantalón sus pezuñas de macho cabrío.
¿Qué hacer?
Existen varias opciones:
a). Preguntarle quién es, y si responde que Lucifer, usted le dice que perdone, pero que a quien llamaba era a Satanás, o viceversa. El diablo soltará una palabrota y desaparecerá dejándolo en paz, pues tiene muchas otras cosas que hacer. (Recuerde que es domingo en la tarde y que está lloviendo, o sea que nada más las carreteras determinan que no se dé abasto).
b). Hacerse el débil mental y preguntarle si este camión pasa por el Zócalo. El demonio también desaparecerá rápidamente, lanzando un bufido y dándose a todos los diablos por que haya idiotas que le hagan perder su tiempo.
c). Impertérrito, decirle con cierta soma: “Bueno, Satanás, ya me tienes aquí. ¿Qué deseas?” Astuta maniobra para desconcertar al diablo, quien de inmediato dirá que fue usted quien lo llamó a él y no él a usted. Pero usted se mantiene firme en su actitud e inclusive se muestra un tanto agresivo. Después de unos minutos de alegato, el maligno acabará por echarle la culpa al desbarajuste que existe en el infierno, a causa del papeleo burocrático, y terminará despidiéndose de usted con un “hasta luego”. (Los protervos del Averno no pueden decir “adiós” por razones obvias).
d). Hacer alguna frívola y original broma acerca de los Cuernos del visitante. Esta actitud es poco recomendable. Y si el diablo trae tridente, puede resultar muy peligrosa. Si no lo trae, cuando menos le soltará una coz, pues ya se sabe que es muy descomedido y que no tolera chanzas ni chirigotas, sobre todo en relación con su cornamenta. Al igual que cualquier marido a quien su mujer le decora el frontispicio.
e). Decirle que es usted agente del “Selecciones del Reader’s Digest”, y que lo ha invocado para informarle que es uno de los afortunados escogidos por la computadora IBM para participar en el XIV Sorteo de los Aguinaldos en combinación con la Lotería Nacional y las próximas elecciones para diputados (que en realidad vienen siendo lo mismo). Este desplante también puede resultar arriesgado, ya que una vez el diablo solicitó un libro sobre cocina húngara, de los que edita la mencionada revista, y luego ocurrió que la computadora aparentemente se descompuso y durante tres años le cobraron dieciocho veces la misma cuenta, con Carta tras carta de doña Blanquita Sierra, recordándole su supuesto adeudo y haciéndole ver lo feo que resulta ser cliente moroso.
f). Quedarse muy sorprendido y luego exclamar: “¡Huy, un cura progresista!”... El demonio hará la señal de la cruz y saldrá de estampida, inclusive dejando olvidado el tridente, pues ya se sabe lo que significan estas confusiones.
g). Preguntarle con gesto de fenicio cuánto ofrece por su alma, regatear lo que sea necesario y en cuanto el ofrecimiento rebase los diez mil pesos, vendérsela sin más trámite para irse a matar el ocio con el dinero tan fácilmente adquirido, aunque no alcance para gran cosa, pues ya se sabe lo que cuestan los sitios donde se mata el ocio. No importa que sea tarde de domingo y que esté lloviendo. Y tampoco será problema que Purita no esté disponible. El mismo demonio le facilitará a usted con mucho gusto una lista de direcciones bastante interesantes.
Dónde y cómo se besan
Después de un exhaustivo estudio llevado a cabo entre las clases más representativas de nuestra sociedad de consumo, logramos confeccionar la siguiente breve, pero enjundiosa monografía sobre dónde y cómo se besan diversas parejas:
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Los esposos, en el aeropuerto, cuando el marido sale de viaje.
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Los novios, en el cine.
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Las parejas modernas, en la calle.
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Las anticuadas, en la reja del balcón.
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Los impacientes, en el taxi.
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Los románticos, debajo de un paraguas.
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Los sátiros, en las puertas de los internados.
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Los lúgubres, en el cementerio.
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Los sádicomasoquistas, al cruzar una avenida de intenso tráfico.
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Los morbosos, debajo de una mesa de operación.
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Los despistados, debajo de un automóvil, sin darse cuenta de que ya se lo llevó la grúa.
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Los complicados, dentro de la manga negra de la cámara de un fotógrafo profesional.
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Los místicos, en misa.
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Los anticlericales, en un convento.
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Los interesados, frente a la ventanilla de un banco.
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Don José y su secretaria, en el despacho de don José.
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Los tontos, detrás de una puerta.
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Don Serapio y su cocinera, en la cocina.
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Los gregarios, en el “Metro”.
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Las parejas que han intimado en una fiesta, en el medio cuarto de baño debajo de la escalera.
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Los chaparritos, subiéndose en una silla.
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Los castos, en la frente.
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Los turistas, en las ruinas, en la playa y en la cárcel. (Esto último cuando van a dar al bote por inmorales, al haber sido sorprendidos besándose en las ruinas o en la playa).
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Los adúlteros, en todas partes.
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Los regiomontanos, en los codos.
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Los voluptuosos, detrás de las rodillas.
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Los suicidas, en le aire.
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Los fetichistas, en los zapatos.
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Los asépticos, en los consultorios de los dentistas.
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Los locos, colgados de un cable de la luz.
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Los enamorados, en cualquier parte.
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Y los que llevan treinta años de casados, en ninguna.
La clave del éxito
Padre e hijo se quitaron los sacos de cemento (vacíos) que les servían de capuchas para acarrear ladrillos sobre los lomos, se enjugaron el sudor de la frente y se sentaron a la sombra de una revolvedora. El paisaje de andamios, carretillas y muros a medio construir invitaba a la serena reflexión, máxime que era la hora del almuerzo y toda actividad había cesado en la obra. Y fue entonces que el padre —a quien apodaban “El Cucharas”— consideró llegado el momento de hacer partícipe a su hijo adolescente del caudal de su vasta experiencia.
—Mira, muchacho —comenzó, sacando de su humilde itacate el jarrito de frijoles, los chiles verdes y las tortillas que constituían todo su alimento—: ya es hora de que mis consejos de padre se proyecten en la formación de tu carácter. Es mi propósito hacerte ver que en esta vida la clave del éxito consiste en saber lo que se quiere, en ser firme con las propias convicciones y en no dejarse derrotar por los obstáculos y contratiempos que se presenten en el camino. Pero sobre todo, se debe tener una meta y hacerse el designio de llegar a ella contra viento y marea.
“El Cucharas” hizo una pausa como si escrutara en su interior y luego entregó al joven los ingredientes necesarios para que se preparara un taco.
—El ser humano —continuó—debe saber en todo momento hacia dónde apunta la veleta de su voluntad para seguir la dirección que señale con gesto decidido, sin reparar en impedimentos ni resistencias. Un hombre, para poder llamarse así con pleno derecho, ha de tener siempre bien presente que él mismo, y nadie más, posee las riendas de su propia vida. Las influencias ajenas, las intervenciones extrañas, son el recurso deleznable de irresolutos y pusilánimes.
—Okei, jefe —asintió el joven, enchilándose una gorda.
—Las circunstancias —prosiguió “El Cucharas”—, jamás deben amilanarte ni constituir excusas para no alcanzar el triunfo, ya que el hombre autárquico concibe con realismo de axioma de que cada quien es el capitán de su alma y el arquitecto de su propio destino. El azar, por consiguiente, debe ser concepto que ignore y desprecie la persona de convicciones formadas, que sabe articular la realidad a su antojo, merced al poder mismo de sus firmes determinaciones. ¿O no?
—Simondor, jefe —repuso el muchacho masticando taco a dos carrillos, mientras un chorrito de caldo de frijoles le salía por la comisura de los labios y le escurría por la barbilla.
—La responsabilidad de un comportamiento acorde con las íntimas normas de cada uno —volvió a la carga “El Cucharas”—, es el mandamiento único, pero tremendamente severo, que el triunfo impone a los hombres de carácter. De nada sirve el denuedo, hijo mío, sin el respaldo de unos ideales perfectamente esclarecidos en la propia conciencia. De poco vale el afán sin el apoyo de una creencia y de una convicción perfectamente enraizadas en la personal reflexión y en las profundidades de la mente. Como dijo Napoleón (y como deberían decir todos los hombres que deseen triunfar en la vida), “soy la bala de mi propio cañón y el blanco de mi destino”.
El albañil calló un momento, embauló otro taco de frijoles, bebió un trago largo de Pepsi-Cola (el gremio de alarifes y similares ya no bebe pulquito en la obra, salvo el 3 de mayo, día de la Santa Cruz), reanudando su parlamento:
—La persona de firmes principios lucha por su meta, una vez establecida, hasta lograrla absolutamente, sin lánguidas treguas ni cobardes vacilaciones. El hombre que sabe lo que quiere, intuye dónde le aguarda el triunfo y hacia él se dirige, sin titubeos ni claudicaciones. Impulsado por el potente motor de sus energías físicas y espirituales, guiado por la brújula de su voluntad férrea, sostenido por su íntima convicción de que obtendrá el triunfo a la corta o a la larga, convertirá de esta manera su destino en esplendorosa realidad. ¡Esta es la clave del éxito, hijo mío! Saber lo que se quiere y no regatear ni escatimar esfuerzos hasta conseguirlo.
—Pos si asté así lo dice, así debe ser, jefe —aceptó el adolescente, hurgándose el interior de la boca con un dedo, en busca de un molesto hollejo de frijol que se le había quedado incrustado entre dos piezas molares.
—Así es—dijo gravemente “El Cucharas”, guardando el jarrito y la remendada servilleta de las tortillas en el itacate.
Tras unos minutos de silenciosa meditación, interrumpida de cuando en cuando por algún sonoro y profundo regüeldo, y durante la cual mantuvieron fijas sus miradas en los agujeros de sus estropeados zapatos, por los que asomaban los dedos gordos de sus pies, cubiertos de cal, tierra y cemento, padre e hijo se levantaron y volvieron a cubrirse la cabeza con los sacos de “Tolteca” para seguir acarreando ladrillos. Sin embargo, antes de reincorporarse a la pesada faena, el muchacho preguntó al autor de sus días:
—Oiga, jefazo, ¿y cómo es que asté, con ese pico de oro, con esa sabiduría tan de a tiro sabia y con esos idiales tan elevados, nunca ha salido de esta talacha tan móndriga en los andamios?
“El Cucharas” miró a su hijo con gesto de satisfacción, con arrogancia de hombre que ha triunfado, con la intima complacencia de quien ha conseguido cabalmente lo que un lejano día se propuso.
—Es que mi sueño dorado, hijo, siempre fue el de ser peón de albañil.
Después se echó una carga de ladrillos sobre el lomo y se alejó dando traspiés entre los escombros.
Notas sociales
(De cuando los hombres vivían
cuatrocientos años y más)
POETA MALOGRADO
GALÁD. Ha fallecido a la temprana edad de ciento setenta y un años el notable poeta Leví de Jeroboam, quien deja a tres criaturitas huérfanas de cuarenta y tres, cuarenta y treinta y ocho años, respectivamente. El malogrado rapsoda, que fue un niño precoz ya que a la tierna edad de cuarenta y cinco años empezó a componer sus primeros versos, deja asimismo un sensible vacío en las letras bíblicas.
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NACIMIENTOS
EDOM. Con toda facilidad, digo, felicidad, ha dado a luz nueve robustos niños la señora doña Sara de Gesem, esposa del conocido comerciante en dátiles y camellos de esta ciudad, don Samuel Gesem, el Amorreo. La joven madre, que sólo tiene noventa y cinco años de edad, ha confesado sentirse la mujer más feliz del mundo, pues no siempre las primerizas suelen soltar nueve piedras de un solo tiro de honda, por emplear la pintoresca frase de nuestro juvenil héroe David. Los recién nacidos serán circuncidados dentro de tres o cuatro años.
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TRABAJO
BABEL. Continúa la demanda de trabajadores con destino a las obras que se van a emprender en esta progresista ciudad, una vez que los proyectos de la gigantesca torre sean aprobados por el H. Ayuntamiento. Según nos informó el arquitecto en jefe, señor Ezequías Rasataim, se requieren jóvenes peones de noventa a ciento cincuenta años de edad, así como capataces y maestros de obras con un mínimo de cien años de experiencia profesional y con amplios conocimientos de idiomas. Los elegidos tendrán su porvenir asegurado, ya que se trata de obras de larga duración.
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LLEGÓ A FELIZ EDAD
AGGADGAD. Con brillante fiesta se ha celebrado la puesta de largo de la guapa y gentil señorita Golda Jezrael, quien ha llegado a la feliz edad de las ilusiones. Al cumplir sus esplendorosos cincuenta y cinco años, sus padres ofrecieron elegante recepción en los salones de céntrico hotel a orillas del Éufrates. La adolescente vestía preciosa túnica de color azul, al igual que sus damitas de compañía, ninguna de las cuales pasaba de los setenta años. Aquel precioso ramillete de juventud dio gran animación a la fiesta. Una vez que los niños menores de cuarenta años se retiraron a dormir, los jóvenes y las personas mayores iniciaron el baile, el cual se prolongó hasta el amanecer del mes siguiente. Fue padrino de la festejada el opulento y conocido banquero don Aníbal de Iturbaim.
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NUEVO PROFESIONAL
JOPPA. En la sala de actos de la Facultad de Ingeniería Naval, dependiente de la Universidad de Judea, presentó brillante examen en opción al título de Constructor de Arcas el joven Noé, hijo de Lamec, quien sustentó interesante tesis sobre obstrucción de goteras y acomodo de animales en embarcaciones a prueba de aguaceros. El sínodo, integrado por los ingenieros navales Azmavet el Gizonita, Hanán el Mahavita y Jerimot el Seborreo, aprobaron por unanimidad al joven sustentante, quien dicho sea de paso, no llega a los ciento cincuenta años de edad. El nuevo profesional está recibiendo las felicitaciones de familiares y amigos.
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VIAJERO
UR. Con rumbo al remoto reino de Saba, ayer embarcó en este puerto el licenciado Enoc Hasabías, quien lleva el encargo de invitar a la joven soberana de aquel país amigo para que asista al bar mitzvá de nuestro pequeño príncipe Salomón, ceremonia que se efectuará, si Jehová lo permite y un nuevo diluvio no lo impide, dentro de cincuenta años. Deseamos al intrépido embajador un feliz viaje y pronto retorno.
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SENSIBLE FALLECIMIENTO
MAJANAIM. A la avanzada edad de cuatrocientos sesenta y cinco años falleció ayer en esta ciudad el culto caballero don Elisafán de Aminabad, muy estimado en todos los círculos sociales por su bondad y sus dotes de filántropo y hombre de bien. El finado fue prestamista al quince por ciento mensual hasta los cuatrocientos años de edad, cuando se retiró de los negocios y se dedicó a la vida privada, principalmente de los demás. A su inconsolable viuda doña Rebeca y a los ochenta y tres hijos del estimable matrimonio (cuyos nombres no mencionamos por falta de espacio), vayan nuestras más sentidas condolencias.
El lado positivo
de las cosas
—Lo bueno de los optimistas
—dice don Manuelito—, es que
no se dan cuenta de cuál es la
verdadera situación.
Muchas personas se empeñan en ver nada más el lado negativo de las cosas, siendo que las cosas, por modestas, flacas o repugnantes que sean, también tienen su lado hermosamente positivo. Este tipo de personas son las llamadas pesimistas por el vulgo. Sus opuestos son los optimistas, ciudadanos felices y de envidiable salud tanto física como espiritual, ya que siempre ven el lado sustancioso, bello y amable de todo cuanto los rodea. Aunque a veces, como acertadamente apunta don Manuelito, lo que ocurre es que no se han dado cuenta de cuál es la verdadera situación. O bien son como aquel beatífico secretario de Hacienda y Crédito Público, que al comentar que económicamente nos estaba llegando el agua al cuello, añadió sonriendo que de esta manera apagaríamos la lumbre que también nos estaba llegando a los aparejos.
Para intentar demostrar lo anterior, o sea que hasta lo malo tiene su lado bueno —ya que lo malo nos hace apreciar doblemente lo bueno—, vamos a citar a continuación el lado positivo de una serie de objetos y conceptos generalmente desacreditados ante los ojos de la opinión pública:
Los impuestos, por ejemplo, tienen de positivo la alegría que causa esquivarlos y eludirlos, tanto por el gustito que significa darle en la chapa al Fisco, como porque esta evasión nos sirve de válvula de escape después de que el propio Fisco y sus podencos —llámense Lolitas o Dolores— nos han mordido y desangrado por todas partes.
Lo positivo de los, por otra parte, odiosos parquímetros, está en que sirven de pretexto para salir de la oficina cada sesenta minutos a efecto de nutrirlos con nuevas monedas. De paso aprovechamos la salida para tomarnos un café o un copazo, según la hora del día y nuestras personales inclinaciones.
Los precios elevados de todo tienen de positivo el impedirnos llenar todavía más la casa con cachivaches inútiles, y el comprar cosas y más cosas de las cuales podemos prescindir perfectamente. En otras palabras, los precios altos combaten muy eficazmente los dispendios superfluos con que constantemente pretende hundirnos la publicidad de la sociedad de consumo.
El lado positivo de lo defectuoso de la producción nacional, consiste en que gracias a ello florece el contrabando en gran escala, sin el cual no podrían vivir en la opulencia gran número de respetables señoras y señores.
El pescado congelado también tiene de positivo el poder resucitarlo en la sartén, no a la semana o al mes, sino a los cinco, diez o veinte años de su defunción, lo cual, además de permitirnos ahorrar víveres, despierta interés por el estudio de la paleontología.
La televisión también tiene su lado positivo, aunque parezca difícil creerlo. Gracias a ella muchas señoras permanecen sentadas en casa, en vez de andar por ahí de tiendas. Y muchas criaturas no se desnucan ni se fracturan brazos, costillas o piernas, ya que no es lo mismo pasarse horas enteras tirados de barriga en el suelo, contemplando la hipnótica pantalla, que desplomarse de un árbol o caerse de una barda, sitios por donde andarían encaramados si no hubiera programas de terror, violencia y tráfico de drogas que los mantuvieran quietecitos en la sala.
El lado positivo de las escuelas en México consiste en que, como casi siempre están de asueto por un motivo u otro, eliminan el concepto de clases y allanan así el camino hacia la justicia social.
La poligamia tiene de positivo que quien la practica no tiene necesidad de mantener casas chicas.
La semana de sólo cinco días laborables para los burócratas, tiene un inmenso lado positivo: de esta manera están menos tiempo sin hacer nada.
Inclusive los tuertos tienen su lado positivo, ya que sólo ven la mitad de los problemas que los rodean.
El PRI y el matrimonio con toda seguridad también deben tener su lado positivo, nada más que hasta ahora no se lo hemos encontrado.
Visita conyugal
Hace algún tiempo estuvo en México doña Sara Tilgham Hughes, la juez norteamericana que alcanzó notoriedad al tomarle juramento a Mr. Lyndon B. Johnson a bordo de un avión, cuando éste asumió la presidencia de Estados Unidos a raíz del asesinato de Mr. Kennedy en Dallas.
La togada dama sustentó conferencias, llevó a cabo investigaciones en el campo jurídico y se mostró interesada en diversos aspectos de nuestro sistema penitenciario que por lo visto no existen en el vecino país. Uno de ellos es la llamada visita conyugal, mediante la cual se permite a los presos recibir a sus consortes o concubinas en forma privada durante un par de horas cada semana, para entregarse a los arrebatos que les dicten sus temperamentos y les permita el reducido espacio disponible.
Al explicársele lo anterior, la señora Hughes se entusiasmó y pidió hablar con alguno de los huéspedes del Palacio Negro de Lecumberri —la entonces Penitenciaría del Distrito Federal—, para conocer de fuente directa los puntos de vista de los beneficiarios. Pero con la mala pata, sin embargo, de elegir al azar a don Inocencio Ronquillo, uno de los más recalcitrantes opositores al romance connubial, tras de las rejas.
El señor Ronquillo, de ocupación agente de inhumaciones y poeta por vocación, es un hombre bajito de estatura, magro de carnes y amarillento de tez, todo lo cual contribuye a darle un aspecto tímido y totalmente inofensivo. Al recibir en su celda la visita de Mrs. Hughes, se encontraba escribiendo un soneto.
— ¿Por qué está usted preso? —le preguntó la juez a través del intérprete.
—Por intento de asalto a un banco —repuso don Inocencio.
— ¿Y qué lo indujo a robar?
—Yo no traté de robar nada, señora mía. Simplemente rompí de un ladrillazo los cristales de un banco, con el deliberado propósito de que sonara la alarma y me aprehendiera la policía. Como podrá usted advertir, mis esfuerzos se vieron coronados por el éxito.
—Éste es un caso verdaderamente extraordinario —comentó la magistrada—. ¿Qué objeto perseguía usted al querer ir a la cárcel voluntariamente?
—Yo no perseguía ningún objeto. A mí era a quien perseguía mi mujer. Don Inocencio Ronquillo bajó la vista y exhaló un profundo suspiro.
—Señora —dijo-—, yo llevo veinticinco años de casado. Un cuarto de siglo de soportar golpes, injurias, malos modos y amenazas de muerte por parte de una mujer que no es una mujer, sino una arpía, un basilisco. Lucrecia me humillaba por mi corta estatura; me quemaba con la plancha si me retrasaba cinco minutos en llegar a casa; me metía los dedos en los ojos porque mis ingresos no eran suficientes para sufragar sus veleidades; se burlaba de mí porque soy poeta. En varias ocasiones intenté suicidarme, pero invariablemente me rescató en el momento oportuno y luego procedió a darme una paliza, a patearme o a ponerme una lavativa con agua helada unas veces e hirviendo otras. Traté de emigrar al Tibet, pero me rompió el pasaporte y dos costillas. Como último recurso simulé asaltar un banco para que me metieran en la cárcel y pudiera yo vivir tranquilo, a salvo de mi mujer y dedicado a mi poesía.
— ¿Y lo consiguió usted? —preguntó la juez, compadecida.
—Plenamente, señora. Excepción hecha de los martes, en que recibo la maldita visita conyugal de cinco a siete de la tarde.
— ¿Y por qué no la rehúsa, hombre de Dios?
Antes de que pudiera contestar el señor Ronquillo, intervino el director del penal, que estaba presente en la entrevista.
—En los casos de asalto deliberado, como del que es responsable este chaparrito —dijo el director—, la visita conyugal forma parte del castigo. El funcionario miró severamente a don Inocencio, que se encogió visiblemente dentro de su uniforme a rayas.
—Y si llegan a reincidir —añadió el director levantando un dedo—, en vez de encarcelarlos los ponemos directamente en manos de sus consortes.
La señora Hughes regresó a su país y según parece se encuentra escribiendo un estudio comparativo entre la legislación penal mexicana y los procedimientos de la Inquisición en tiempos de Torquemada.
Peligros de la antimateria
Se llama antimateria a la sustancia formada por antipartículas, tales como el antiprotón, el antielectrón, el anticuerpo, etcétera. Sus propiedades son exactamente las contrarias de la materia. A toda materia corresponde una antimateria y viceversa; es decir, que si existe un caballo, también existe un anticaballo; si existe un submarino, existe un antisubmarino; si existe un señor Rodríguez, existe un antiseñor Rodríguez, y así por el estilo.
Afortunadamente materia y antimateria moran en lugares del universo tan alejados entre sí, que una colisión entre ellos resulta altamente improbable. Sin embargo, si a causa de un descuido o de un azar cualquiera la materia entra en contacto con su correspondiente antimateria, se produce una violenta explosión y ambas se volatilizan.
El conocimiento de esta teoría explica muchos enigmas que antes carecían de aclaración, como en el caso de súbitas desapariciones de personas, atribuidas a crímenes, secuestros o simple brujería. La ciencia cita casos de jovencitas en camiseta con letreros sicalípticos y pantalones de mezclilla que desaparecieron súbitamente al entrar en un cine. Desaparecieron no solamente los pantalones, la camiseta y los letreros, sino también lo que llevaban dentro, es decir, la jovencita. O el de aviones que salieron de la ciudad X y nunca llegaron a la ciudad Z, sin que hubiera secuestro de por medio, y el de barcos que zarparon de tal o cual puerto y desaparecieron como por encanto a la mitad del camino, sin haber naufragado. El llamado Triángulo de las Bermudas es zona donde frecuentemente ocurren estos últimos accidentes. También se ha sabido de maridos que salieron a comprar cigarrillos y que jamás volvieron a sus hogares, y de pájaros que hicieron explosión en el aire al rozar con sus alas las alas de otros pájaros.
¿Qué fue lo que ocurrió en estos casos? Pues sencillamente que esas jovencitas, esos aviones, esos barcos, esos maridos y esos pájaros entraron en contacto con sus antiellos —probablemente invisibles para la pupila humana—, estallaron, se desintegraron y desaparecieron sin dejar el menor rastro. Inclusive se ha pretendido esgrimir este argumento para justificar la vacuidad de ciertos cráneos, cuya ausencia casi absoluta de ideas es causa de asombro para propios y extraños, dejándonos a todos perplejos. Pero no es que estos cráneos —alegan los defensores de la tesis y principalmente los dueños de los cráneos— hayan carecido siempre de materia gris y consecuentemente de ideas. Estas testas una vez tuvieron ideas, se vieron llenas de ideas, saturadas de ideas; pero chocaron contra sus correspondientes anti-ideas, que flotaban en el espacio, y ¡pum!, no quedó huella de unas ni de otras. La teoría, como advertirán ustedes, se presta a diversas interpretaciones. Una de ellas, la de que los dueños de cráneos vacíos, además de no tener ideas, son idiotas.
Sin embargo, lo que sí es evidente, es que en algún lugar del universo existe un antimundo exactamente igual a éste en que vivimos, sólo que de signo contrario. Un antimundo con sus anticiudades, sus anticalles, sus antibaches, anticobradores, antidiputados, antigaseosas, antiterroristas y antioficiales quintos de Hacienda. Un mundo donde sus logaritmos son los antilogaritmos de aquí y viceversa. Inclusive un mundo con sus antiviceversas.
Ahora bien: determinados seres vivientes y algunos objetos inanimados de ese distante antimundo, a veces llegan a nuestro mundo sin que se sepa cómo lo consiguieron, ni qué medio de transporte utilizaron. El caso es que aparecen aquí, entran en contacto accidentalmente con su equivalente de signo contrario y surge la tragedia. Se topan el ser y el antiser, hacen explosión instantánea y se volatilizan de inmediato, sin que se vuelva a saber de ellos, ni en este mundo ni en nuestro antimundo.
Yo sé que en algún lugar del Cosmos (y no queda excluida la posibilidad de que sea en esta misma galaxia), existe mi antiyó, individuo eminentemente peligroso para mí —como yo para él— y cuyo trato me conviene rehuir. De ahí que siempre vea con harta sospecha y me prevenga contra individuos cuyo aspecto físico se parece al mío. Nunca puedo estar seguro de que no sea mi antiyó, con el riesgo de que, si tan sólo nos rozarnos, ambos quedaremos convertidos en chicharrón. ¡Qué va! Ni siquiera en chicharrón: en simples nubecillas de smog.
Tal vez resulte pusilánime mi actitud, pero ante cada sujeto desconocido que me presentan y que se asemeja a mí, cuya mano me veo obligado a estrechar, no puedo evitar, en el momento de tomar contacto con su epidermis, cerrar los ojos y volver el rostro a otro lado, mientras recorre mi médula espinal un rápido escalofrío de terror esperando que de un momento a otro se produzca el traquidazo.
Por eso desde ahora ruego atentamente a las personas que se parecen a mí en lo físico, que me perdonen si no les estrecho la mano ni les doy un abrazo con sus obligadas palmaditas en la espalda. Lo hago en bien de los dos. Porque a lo mejor somos anticuerpos, antimateria el uno del otro, y la explosión se va a oír hasta la hermana república del Paraguay.
Hay quien solamente recuerda
De ADÁN: La costilla.
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De MATUSALÉN: Los años.
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De JONAS: La ballena.
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De NOÉ: El arca. (Otros también lo recuerdan sólo porque se emborrachó y se quedó dormido en cueros).
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De NABUCODONOSOR: Nada.
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De PITÁGORAS: El teorema.
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De DAMOCLES: La espada.
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De DIÓGENES: La lámpara. (Y algunos, que vivía en un tonel).
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De DEMÓSTENES: Las piedrecitas que se metía en la boca.
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De ARQUÍMEDES El principio (Nunca lo de en medio y menos el fin).
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De AQUILES: El talón.
* * *
De RÓMULO y REMO: Que los amamantó una loba.
* * *
De NERÓN: El violín y otros el arpa. A pesar de que lo que tocó, cuando el incendio de Roma, fue una lira que en aquella lejana época estaba a la par con el dólar. (Ahora se cotiza la lira a ochocientos cuarenta por dólar comprador y ochocientos treinta vendedor) Cotización sujeta a cambio.
* * *
De CALÍGULA: El caballo al que nombró cónsul.
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De CLEOPATRA: Su arrejuntamiento con Marco Antonio.
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De MARCO ANTONIO: Su arrejuntamiento con Cleopatra.
* * *
De ATILA: La hierba que no volvía a crecer por donde pasaba su caballo.
* * *
De PIPINO EL BREVE: Su corta estatura.
* * *
De FEDERICO BARBARROJA: Que tenía roja la barba.
* * *
De RICARDO CORAZÓN DE LEÓN: Que fue el precursor de los trasplantes.
* * *
De ISABEL LA CATÓLICA: Las joyas que empeñó.
* * *
De CRISTOBAL COLÓN: El huevo.
* * *
De PIZARRO: Que era analfabeto. (Algunos lo confunden con Picasso y entonces lo recuerdan sólo por sus tomaduras de pelo).
* * *
Del GRAN CAPITÁN: Las Cuentas.
* * *
De HERNÁN CORTÉS: Que le quemó los pies a Cuauhtémoc.
* * *
De CUAUHTÉMOC: Que dormía en un lecho de rosas.
* * *
De ALVARADO: El salto.
* * *
De GALILEO: Que a pesar de haber muerto hace tanto tiempo, sin embargo se mueve.
* * *
De NEWTON: La manzana que le cayó en la cabeza.
* * *
De Luis XVI: El estilo personal de gobernar.
* * *
Del otro Luis (Echeverría): Su célebre frase de que “el Estado soy yo”.
Disertación sobre la cama
El título del presente capítulo puede prestarse a equívocas interpretaciones, en el sentido de que lo estoy escribiendo tendido sobre el lecho por holgazanería, enfermedad, accidente, voluptuosidad o simple lascivia. Nada más ajeno a la realidad. Lo titulo así porque versa acerca de la cama, pero lo escribo sentado frente a mi Olympia (también debo aclarar que se trata de mi vieja máquina de escribir y no de una muchacha griega). Lo elaboro, además, en buena salud —gracias a Dios—, en integridad física y con la mente apartada de lujurias.
Hecha la anterior y pertinente explicación, entro en materia:
Aunque la cama parezca ser un invento moderno, a juzgar por la gran importancia que actualmente le dan el cine y el teatro, lo cierto es que tiene muchos siglos de existencia. De su inventor sólo sabemos que tardó bastantes años en terminarla (algunos autores aseguran que más de cien), por la circunstancia de que cada vez que se subía a ella para tomar medidas, para calcular resistencias o simplemente para ensayarla o demostrarla, el tipo se quedaba dormido como un burócrata y ya no había quien lo bajara en tres o cuatro semanas.
Sin embargo, antes de que se inventara la cama, la Humanidad vivió feliz durante muchos milenios sin echarla de menos, durmiendo ora en una rama, ora en dos, ora sobre la arena de la playa, ora en el suelo de una caverna. Los clérigos, ora pro nobis. Descendientes directos de estos hombres tan estoicos (no me refiero a los eclesiásticos, sino a los arbóreos y trogloditas), son los ciudadanos que se duermen con la mayor facilidad en el café, en una fiesta, en un mitin del PRI, en la oficina y aun de pie en el camión. Dichosos ellos.
Por otra parte, la cama estuvo tantos años sin inventarse debido a que el hombre de aquellas épocas se pasaba el día despierto, cazando o combatiendo, por lo que al llegar la noche se dormía en cualquier sitio, rendido por el cansancio, sin importarle un pito que hubiera o no colchones o muelles. Más tarde, cuando el hombre comenzó a dormir también de día (consecuencia directa del desarrollo, ya que no tenía que salir a cazar, sino que disponía de empleados y computadoras que hicieran su trabajo), ocurrió que al llegar la noche ya no podía conciliar el sueño si no era en un lugar cómodo.
Y es que no es lo mismo, señores, ir a lomo de mula, como viajaban nuestros antepasados, que a bordo de un Boeing, como viajamos nosotros. Ni es lo mismo enfrentarse a estacazos con un enemigo, que simplemente demandarlo ante los tribunales competentes. El hombre de antaño tenía que mantenerse despierto sobre la mula y durante el combate. Nosotros, en cambio, podemos descabezar un sueñecito en el avión y dormir mientras duermen también los expedientes en el juzgado. La civilización nos brinda múltiples y óptimas oportunidades para poder dormir de día. En consecuencia, puede decirse que el invento de la cama surgió como una necesidad para poder dormir de noche.
Claro que conforme hemos ido avanzando por la senda del progreso (preciosa frase, ¿eh?), han surgido tal número de ruidos y preocupaciones, que ahora tampoco podemos dormir de noche, ni siquiera en el más mullido de los lechos. Sin embargo, al llegar a este punto, aparecen los barbitúricos, los somníferos y las píldoras tranquilizantes, gracias a los cuales podemos volver a dormir, de noche y en la cama. Inclusive vestidos y con zapatos, sin necesidad de ponernos la pijama. Hasta que crean hábito y entonces ya no sirven más que para expeditar el camino al sanatorio o al camposanto. Ya sabernos que la senda del progreso tiene sus baches.
El futuro de la cama es bastante incierto. Hay quien dice que, con lo tarde que terminan los programas de televisión y lo temprano que hay que levantarse para encontrar sitio dónde estacionar el automóvil, la cama terminará por desaparecer otra vez. Pero no porque el hombre vuelva a dormir ora en una rama, ora en dos, ora sobre la playa de la arena, digo la arena de la playa, ora en el suelo de una caverna, ora pro nobis bonum vinurn lactificat cor hominis, sino sencillamente porque ya no tendremos tiempo para usarla.
Lo más probable es que surja algún nuevo modelo de vehículo —algo así como un Volkswagen-Pullman-Convertible— que permita ser utilizado para el reposo nocturno en el mismo sitio de estacionamiento. Inclusive se le podría acondicionar un pequeño aparato de televisión y así ya no habría necesidad de ir a casa. Ni de mover el coche del estacionamiento.
Claro que también podría instalarse una cama en la misma oficina, pero siempre se vería feo. No tanto por la insinuación de holgazanería, sino por el qué dirán, sobre todo si hay empleadas guapas. Y aun si son poco agraciadas. Una de las características de la Cama es que, teniendo una a mano, las tentaciones se agrandan.
El pediatra
Así corno los electricistas manipulan cables y alambres como si fueran fideos, con la mayor naturalidad del mundo, y los empleados de las agencias funerarias estiran, acomodan y cargan cadáveres como si fueran bultos postales, los pediatras manejan a los niños pequeñitos con una liviandad y un aparente descuido que ponen los pelos de punta a los padres, sobre todo si son primerizos.
Yo recuerdo vivamente al doctor don Crisógono Topete, a quien llevamos mi mujer y yo por primera vez a nuestro hijo primogénito, que entonces tendría un par de meses de nacido. Durante esos sesenta días habíamos tratado a la criatura como si estuviera hecha de cristal de Bohemia: cuando lo tomábamos en brazos, poníamos colchones y cojines en el sucio, por si ocurriera el percance de que se nos resbalara de las manos; mi mujer me obligaba a ponerme un pañuelo en la nariz y la boca cuando me acercaba al niño, por temor de transmitirle los gérmenes que hubiera yo coleccionado en la calle; y al bañarlo, tomábamos con termómetro no solo la temperatura del agua, sino también la del cuarto. Y cada ve que había que cambiarle pañales —lo cual ocurría cor harta frecuencia—, se le limpiaba el traserito con algodón esterilizado y se le entalcaba con un polvo de silicato de magnesio especial, importado de Suiza, que costaba más o menos lo mismo que un kilo de heroína.
Podrán ustedes imaginar nuestra impresión, pues, cuando llegamos con el bebé al consultorio del doctor Topete y éste empezó por desenfundarlo de los múltiples ropones, chambritas y cobertores en que iba envuelto. Después lo enarboló por una piernecita, le dio dos o tres vueltas en el aire y lo arrojó sobre la mesa de reconocimiento, donde la infeliz criatura quedó despatarrada.
—Los niños son mucho más fuertes y resistentes que nosotros —rió el doctor ante los gritos de mi mujer y mi cara de espanto—. No los parte ni un rayo.
Y para demostrarlo, le propinó al bebé un par de nalgadas que le dejaron el pompi como un par de tomates. Desde entonces mi hijo mayor (que ahora es coronel de artillería) siempre ha visto a los pediatras con mucha suspicacia.
* * *
El doctor Topete colocaba a los niños boca abajo, les llevaba los talones hasta las orejas, los levantaba a pulso —tomándolos por la nuca o la barbilla— y a veces los dejaba al borde de la mesa. Cuando el infante iba ya camino del suelo, lo cogía en el aire, lo arrojaba hacia el techo, lo volvía a atrapar y reía campechanamente:
— ¡Jo, jo, jo! ¿Qué pensaron ustedes, que se iba a caer? ¡No, hombre, qué va! Estos becerritos tienen siete vidas, como los gatos.
Los dejaba en cueros vivos a una temperatura de cero grados, los sumergía en agua helada, los sentaba sobre la palma de una mano y ‘os paseaba por todo el consultorio, ante la mirada aterrada de los padres.
—Ustedes no saben cómo tratarlos —se mofaba de nosotros—. A los infantes hay que acostumbrarlos desde ahora a crecer sin carantoñas, arrumacos ni miramientos. Así criaban los espartanos a sus hijos.
—Sólo que este niño no es espartano —gemía mi mujer—. Nació en Tacubaya...
La mesa donde los reconocía era de hierro con una cubierta de hule, sin una colchoneta ni una triste sábana donde depositar al bebito. Al doctor Topete le encantaba extender las recetas y dar las explicaciones mientras la criatura yacía sin una sola prenda sobre la frígida cubierta de hule. Y como era muy prolijo en sus advertencias, no era raro que el niño se pusiera de un color morado muy poco tranquilizante. En estos casos los hacía entrar en calor con un par de nalgadas, otro de cachetadas y un masaje que hubiera desollado a un atleta olímpico.
Luego los fajaba él mismo. No haciendo girar la faja alrededor del niño, sino al niño alrededor de la faja, la cual extendía sobre la tantas veces citada mesa de reconocimiento. En esta maniobra a veces se le caía el pequeño al suelo, pero de un rápido tirón a la faja lo hacía subir nuevamente, como a los yoyos.
El doctor don Crisógono Topete fumaba constantemente unas tagarninas infames y sin el menor cuidado arrojaba el humo sobre el rostro de sus minúsculos pacientes. Jamás lo vi que se lavara las manos antes o después de reconocerlos, ni que se las desinfectara con alcohol o cuando menos con aguarrás o gasolina. Para examinarles la garganta, les bajaba la lengüita con un dedo amarillo de nicotina o con su pluma fuente, que chorreaba tinta verde. Y les limpiaba la cerilla de los oídos con un palillo de dientes, que después se guardaba en un bolsillo del chaleco; nunca supe si para usarlo más tarde con otros infantes o para escarbarse su propia dentadura al terminar de comer.
Sin embargo, siempre tenía el consultorio lleno de padres con sus vástagos, ya que era fama que todos los niños atendidos por el rudo y primitivo pediatra crecían fuertes, chapeados y saludables. Además de que sólo cobraba dos pesos por consulta.
Si Colón hubiera
tenido intérprete
Una circunstancia que facilitó grandemente a don Hernán Cortés la conquista de México, fue sin duda la de haber contado con dos excelentes intérpretes: Jerónimo de Aguilar, el náufrago español que vivió ocho años cautivo de los indios en las cercanías de Cancún, y que consecuentemente llegó a dominar la lengua maya a la perfección —aunque con marcado acento andaluz— y la hermosa indígena tabasqueña Malinalli, más tarde llamada Malintzin por los aztecas y doña Marina por los conquistadores, la cual hablaba el náhuati y también el maya. De esta manera, lo que decía Cortés en castellano lo traducía Aguilar al maya y acto seguido la Malinche entraba al bate y lo vertía al náhuatl, para entendimiento de los aztecas. Lo que éstos contestaban en su idioma, a la vez era traducido por la muchacha a la dulce lengua de Yucatán, para que don Jerónimo lo trasladase al español. Un sistema perfecto, precursor del que cuatrocientos y pico de años después se emplearía en esa inútil olla de grillos y torre de Babel —y de papel— que es la ONU.
Cristóbal Colón, en cambio, no dispuso de tan valiosa ayuda al llegar por primera vez al Nuevo Mundo, lo cual fue una verdadera lástima, ya que de haber contado con ella, otro gallo nos cantara, pues muy probablemente se hubiera percatado de su error de navegación y al enterarse de que no había llegado a las Indias que buscaba, habría virado ciento ochenta grados y largándose con viento fresco hacia el oriente, dejando a América en paz por lo menos una temporada.
Imaginemos lo que hubiera ocurrido si el genovés, al arribar el 12 de octubre de 1429 a la isla de Guanahaní, en las pintorescas Bahamas, hubiera contado con un intérprete para entenderse con los indígenas.
—Buon giorno —dice el navegante.
(Traducción al canto).
—Muy buenos, caballero —responde en su idioma, con marcado acento cubano, el agente de migración guañan, buenacrianza que a la vez es traducida por el intérprete.
—Soy Cristóforo Colombo, almirante de la Mar Océana, al servicio de sus majestades los reyes católicos de Castilla y Aragón.
—Mucho gusto, chico.
El descubridor saca un pañuelo y se enjuga las gotas de transpiración que penan su frente. (Esta bonita frase, por fortuna, no tiene que ser traducida, ya que el intérprete se las hubiera visto negras para verterla al guañan, dado lo rudimentario que era el léxico de la isla).
—Hace calorcito, ¿eh? —sonríe Colón—. Pero en fin, ya me habían advertido que aquí en las Indias se achicharra uno.
— ¿Las Indias? ¿Cuáles Indias? —pregunta con asombro el nativo al serle traducido el comentario de don Cristóbal, que también era experto en decir gansadas.
— ¿No estamos acaso en las Indias? —pregunta a su vez el almirante.
—No señol —responde el autóctono—. Éstas son las Antillas, caballero.
—Supongo que será una provincia de los dominios del Gran Mogol...
(El intérprete y el isleño se hacen un lío y se enfrascan en una serie de mutuas explicaciones que no conducen a nada).
—De cualquier manera —prosigue el genovés—, ustedes son indios, ¿no?
— ¡Ni lo mande Dios! Los indios son los habitantes de la India, esos flacos cochambrosos que llevan turbantes en la cabeza y que adoran a las vacas, por considerarlas sagradas. Nosotros en cambio estamos llenitos, nos bañamos todos los días y nos adornamos la cabeza con plumas. Y ni siquiera sabemos lo que son las vacas.
Cristóbal Colón titubea un poco.
—Bueno, sin embargo, imagino que tendrán especias y té.
—Tampoco, joven. Lo que tenemos es café y tabaco. De excelente calidad, por cierto.
—No me interesan —mueve la testa Colón, en sentido negativo—. Isabel no toma café porque le quita el sueño, y ni Fernando ni yo fumamos.
—Allá ustedes, chico —se encoge de hombros el isleño, encendiendo un descomunal y aromático habano.
El almirante se da dos o tres manotazos en el rostro y la nuca, pues se lo están comiendo vivo los mosquitos.
— ¿Así es que las Indias quedan un poco más allá, no? —indaga señalando hacia el poniente.
—No, bastante más allá —aclara el guañan indicando con su puro hacia el oriente.
—Bueno, pues en tal caso, zarparemos —suspira don Cristóbal—. Otros tres meses de bailoteo sobre las olas.
—O más —sonríe malévolamente el isleño.
Ya a punto de embarcar Colón, el indígena le dice, siempre a través del intérprete:
—Si acaso regresan por aquí, les pido pol favol que nos traigan unos caballos y unos marranitos, si no es mucha molestia. Y unas gallinas con su correspondiente gallo.
—Con mucho gusto —sonríe don Cristóbal.
Pero ya en alta mar, refunfuña.
— ¡Esta maldita manía que tiene la gente de hacerle encargos a uno cuando sale de viaje, pero sin adelantar el efectivo necesario!
Al ver desaparecer las tres carabelas en el horizonte, el guañan también suspira, pero de alivio.
— ¡Uf! —dice.
Empleado con iniciativa
El joven de mirada lánguida entró en el despacho de su jefe y se detuvo a respetuosa distancia del escritorio.
—Señor —dijo en tono de no menor acatamiento—, creo haber encontrado un sistema para incrementar las ventas.
— ¡Magnífico, magnífico! —exclamó el jefe—. Me complace que los empleados jóvenes se interesen en el progreso de la empresa. Siempre estoy dispuesto a escuchar sugerencias. Siéntese y expóngame su proyecto.
El joven de mirada lánguida tomó asiento en el borde de un sillón forrado de cuero y colocó las manos pálidas sobre las rodillas. (Sus rodillas también eran pálidas, pero no se les notaba debajo del pantalón negro).
—Usted sabe, señor —dijo al cabo de un momento—, que en la actualidad casi todas las empresas comerciales brindan premios o regalos a sus clientes. Se rifan casas, se ofrecen viajes al extranjero, se obsequian automóviles y baterías de cocina, y se reparten caramelos y pequeños juguetes de plástico para los niños.
El jefe miró fijamente a su joven empleado por unos instantes y tamborileó con los dedos sobre el escritorio.
—Efectivamente —repuso-—. Pero no veo cómo nosotros, una acreditada y respetable agencia de inhumaciones, podamos hacer obsequios a nuestros clientes. Su misma naturaleza de fiambre determina que hayan perdido todo interés en esta clase de minucias.
El joven de mirada lánguida entrecruzó los dedos y se llevó las manos a la barbilla.
—Desde luego, señor —admitió—-. Pero eso es solamente válido a partir del momento en que se convierten en clientes nuestros. Estoy de acuerdo con usted en que los consumidores de nuestros productos, por el simple hecho de hacer uso de ellos, ya no están en situación de interesarse en casas, viajes al extranjero (con el que acaban de emprender tienen bastante), automóviles, baterías de cocina ni juguetes de plástico. Todo ello, con perdón de usted, les importa un serenado rábano. Sin embargo, mi proyecto consiste precisamente en ofrecer al público en general una serie de artículos y servicios altamente codiciables, cuyo usufructo automáticamente convertiría a los beneficiarios en clientes nuestros.
El director de la funeraria volvió a tamborilear con los dedos largos, flacos, amarillentos y huesudos sobre su escritorio.
—Aún no capto la idea del todo, pero la vislumbro, Rodríguez. Olvídese por un momento de los servicios. ¿Qué clase de artículos podríamos ofrecer al público en general para ganar clientes?
El joven de la mirada lánguida hizo la mueca que en él pasaba por sonrisa y empezó a contar con los dedos:
—Automóviles de carreras, pistolas, explosivos, avionetas, cajas y cajas de licores, residencias en regiones de frecuentes movimientos sísmicos, motocicletas... Muchas motocicletas.
— ¡Pero eso es absurdo! —exclamó el jefe—. El costo de cada uno de estos obsequios es muy superior al precio de nuestras unidades, inclusive las más onerosas. Sería idiota regalar un automóvil que cuesta doscientos mil pesos para poder vender un ataúd de treinta mil...
—Recuerde usted, señor, que siempre puede asegurarse el objeto en nuestro favor, en este caso el automóvil, y después cobrar la póliza. Además, podríamos empezar por repartir cositas de menor precio, pero no menos efectivas.
— ¿Como cuáles, por ejemplo?
El joven de la mirada lánguida volvió a contar con los dedos.
—Como por ejemplo patinetas, navajas de barbero, mariscos en los meses que no tengan “r”, equipos infantiles para experimentos de química, sogas, cigarrillos a pasto, botellitas con barbitúricos, canastas y más canastas de tacos de carnitas, plátanos...
— ¿Plátanos? -—-preguntó el jefe—. ¿Para qué plátanos? Los plátanos no son mortíferos.
—Los plátanos no, señor; pero las cáscaras que tiran en la calle...
El director de la prestigiada y respetable agencia de inhumaciones encendió un puro y contempló las volutas de humo que se elevaban hacia el techo.
—Mmmm... —dijo al cabo de. un rato—. La idea no es mala, Rodríguez. Presénteme su proyecto por escrito, en siete tantos, y si da resultado, puede contar con un aumento de sueldo.
El joven de la mirada lánguida se incorporó del sillón forrado de cuero e hizo una ligera inclinación de cabeza Al salir del despacho del jefe, éste no pudo menos que reconocer que su joven empleado tenía un brillante porvenir en la funeraria.
Desaparición de los
problemas sexuales
El otro día, no teniendo mejor cosa que hacer (ni siquiera tirarme a la bartola, porque la Bartola se había ido de vacaciones a su pueblo), me sentí un poco doctor Kinsey y me lancé por esas calles de Dios para hacer una serie de encuestas, a fin de ver cómo andaba la Humanidad en cuestión de problemas sexuales. Y para mi gran asombro, llegué a la conclusión de que en la actualidad la gente ya no tiene complicaciones de esta naturaleza, y si las tiene, por lo menos no son tan gordas como las que tuvimos nosotros, los cincuentones y sesentones, cuando andábamos arañando los dieciocho años de edad. Y las paredes.
Provisto de mi bolígrafo y cuartillas correspondientes, empecé a entrevistar a los transeúntes que me salían al paso. El primero fue un señor muy delgado, con cara de chino.
—Perdone usted, caballero —le dije—. ¿Tiene usted problemas sexuales?
El hombre me miró con sus ojillos oblicuos nada expresivos y me contestó:
— ¿Yo? ¿Problemas sexuales? No, señor. Mis problemas son de otra índole. En el campo al que usted alude, tengo una enorme experiencia.
— ¿Será posible? —me mostré asombrado.
—Y tan posible, que muy rara vez me equivoco. Cuando mucho, una en diez mil. Por eso no tengo esa clase de problemas.
—Pues debe usted ser un hombre feliz, señor mío —lo congratulé—. ¿Sería tan amable de decirme cuál es su profesión?
—Soy sexador de pollos en una granja avícola.
Me despedí del señor con cara de chino y abordé a un caballero vestido de negro, con bombín y paraguas del mismo color.
—Perdone usted, licenciado, ¿podría decirme si tiene problemas sexuales?
—No tengo ninguno, joven. Los he suprimido por completo.
— ¿Le preocupan los impulsos eróticos que mueven a la actual generación?
—En lo absoluto.
— ¿Le inquietan los bikinis o las minifaldas?
—De ninguna manera. Me parece que cada quien puede vestir o desvestirse como le dé la gana.
— ¿Cómo enfoca usted los problemas del sexo?
—Con la más absoluta tranquilidad.
—Una última pregunta, licenciado: ¿qué edad tiene usted?
—Acabo de cumplir noventa y ocho años.
Crucé la calle y abordé a una pareja joven. Los dos de melena, arillo en una oreja, camiseta bastante mugrienta con letreros en inglés, pantalones muy ajustados de mezclilla desteñida y ambos rigurosamente descalzos. Entre los dos quizá llegarían a los treinta y seis años.
—Jóvenes —les pregunté—: ¿tienen ustedes problemas sexuales?
Primero me contemplaron un poco sorprendidos, después se miraron uno a otro muy risueños y luego, sin soltarse de la mano, respondieron al unísono:
—No, maestro. Nuestro problema es el de conseguir yerba.
—O sea que son ustedes relativamente felices.
—Lo de relativamente es un poco relativo —contestó el de la camiseta que decía I am your buggy, buggy man—. ¿Verdad, Felipe?
—Así es, Manolo —repuso riendo el otro, el de la camiseta con la leyenda Don’t move, baby, that I am shaking—. Pero no podemos quejamos, cariño.
Mientras se apretaban las manos, llegué a la esquina y me topé con una dama entrada en carnes y en años, de aspecto decididamente belicoso, con una bolsa en la que bien hubiera podido caber el tratado de Westfalia con sus múltiples correcciones y enmiendas y adiciones.
—Señora —le espeté—: ¿tiene usted problemas sexuales?
Sin mediar respuesta, la mujer me arreó con la bolsa en la cabeza.
—Cada vez estás más ciego, idiota —bramó con voz de sargento—. En primer lugar, soy tu tía Patricia, a quien deberías tener más respeto; y en segundo, te recuerdo que venturosamente quedé viuda a los dieciocho años de infausto matrimonio con tu tío Fausto, a quien Satanás siga tostando en los más recónditos infiernos.
O sea que, hablando en términos generales, llegué a la conclusión de que la especie humana se ha liberado en los tiempos que corren de los acuciantes problemas del sexo.
El desfacedor de entuertos
(Romance medieval)
Al señero castillo, enhiesto sobre las peñas de un bárbaro acantilado, se acerca un caballero andante lanza en mano, con la cual golpea impetuosamente el portón de la barbacana, o sea la tronera de entrada, más acá del espantable foso.
CABALLERO ANDANTE. ¡Ah del castillo!
(Desde lo alto de la atalaya asoma un repugnante enano).
ENANO. ¿Quién es?... Y cuidado con decirme que la vieja Inés, porque desde aquí atisbo que sois un caballero con toda la barba, o por lo menos con la parte que de ella deja ver la celada de vuestro yelmo.
CABALLERO ANDANTE. Soy el desfacedor de entuertos. Y agora, menos cotorreo, enano. Echad presto el puente levadizo, que me ha mandado llamar vuestra ama, la castellana.
ENANO. Mi ama no es castellana, sino tapatía. Del mero barrio de Tiaquepaque.
CABALLERO ANDANTE. Dejaos de gentilicios, microbio, y abrid de una buena vez, que prisa traigo. Aún he de ir a desfacer otros cinco entuertos en lo que resta de este día.
(El enano toca una trompeta y momentos después desciende el puente levadizo con muchos rechinidos. El caballero andante saca una alcuza de su faltriquera y echa unas gotas de aceite en los goznes. Después lo cruza y entra muy orondo en el patio de justas, donde es recibido por la castellana, que se acerca a su encuentro contoneando las haldas y ajustándose su largo sombrero con velos y en forma de cucurucho).
CASTELLANA. ¡Vaya! Ya era hora de que llegaseis, caballero, que tenemos un entuerto muy gordo. ¿Acaso no recibisteis ayer mi llamado?
CABALLERO ANDANTE. Recibílo, señora, pero había muchos otros entuertos que desfacer con la fuerza de aqueste mi brazo. Y tampoco era cosa de mandar a mi escudero, que apenas es aprendiz y que además, como hoy es lunes, encuéntrase crudo el muy bellaco. En tan angustioso estado, es incapaz de desfacer siquiera el nudo de la cinta de sus zapatos.
(El caballero andante se apea de su brioso corcel y besa galantemente la punta de los dedos a la castellana).
CABALLERO ANDANTE. Paréceme que ajos habéis estado picando, noble señora.
CASTELLANA. Así es, esforzado caballero. Y es que a mi me pasa con mis doncellas y azafatas lo mismo que a vos con vuestro escudero. Salen desde el sábado y no vuelven hasta bien entrado el martes, y a veces el miércoles. ¡Ah, pero eso sí! Cuantiosos doblones cobran las muy cobronas, para luego pasarse los días y buena parte de las noches en las torres y los adarves del castillo, escuchando tocar el laúd a los juglares.
CABALLERO ANDANTE. Es que hoy en día el servicio está del asco, dueña y señora mía.
CASTELLANA. Del puritito asco. (Hace una mueca, arrugando su adorable naricilla). Y agora, si os place, vamos a ver el entuerto, señor caballero andante.
CABALLERO ANDANTE. Cuando dispongáis, señora.
(El caballero andante y la castellana echan a andar por largos pasillos y lóbregos corredores, hasta llegar a una habitación en la torre flanqueante. Entran. La castellana cierra la puerta con doble llave, se cerciora de que no hay nadie en el recinto ni detrás de los espesos cortinajes, y muestra el entuerto al caballero).
CABALLERO ANDANTE. ¡Huy, qué atrocidad! Bien decíais que se trataba de un entuerto muy gordo.
CASTELLANA. Gordísimo, como podéis ver, señor caballero.
CABALLERO ANDANTE. Sólo debo advertiros, señora mía, que os va a costar una burrada de maravedíes el desfacerlo.
CASTELLANA. ¿Como cuántos?
CABALLERO ANDANTE. Lo menos, mil quinientos doblones
CASTELLANA. ¡Qué disparate! Si por el entuerto anterior me llevasteis solamente ochocientos.
CABALLERO ANDANTE. Verdad es, señora, pero se trataba de un entuerto más endeble y menos complicado. Además, las herramientas y los lubricantes han subido muchísimo de precio. Tan sólo el juego de cincel, mazo y martillo me cuesta quinientos ducados. Y por lo que respecta al aceite, de Tabasco debo importarlo.
CASTELLANA. ¿De Tabasco decís? Yo creía que de allá sólo mandaban plátanos.
CABALLERO ANDANTE. Eso era antes, señora. En la actualidad, es un feudo de Pemex.
CASTELLANA. ¡Qué barbaridad! (Suspira). Bueno, volviendo a lo nuestro, ¿me haréis una rebajita, gentil caballero?
CABALLERO ANDANTE. Por tratarse de vos, mil trescientos doblones. Pero ni un maravedí menos.
CASTELLANA (vuelve a suspirar). Pues ni modo. Proceded, caballero.
CABALLERO ANDANTE. Con vuestra venia, señora.
(El caballero andante saca sus herramientas, se arrodilla y, después de hora y media de labor, con mucho golpe de cincel y de martillo, mucho maniobrar de llaves inglesas y destornilladores, y muchos chisguetazos de aceite de la alcuza, logra terminar su agobiadora faena).
CABALLERO ANDANTE (se pone en pie y se enjuga el sudor de la frente).
¡Uf! ¡Vaya entuerto complicado, señora! Nunca había yo topado con uno tan hermético y tan difícil de desfacer, por San Crisóstomo, patrón de las ganzúas.
CASTELLANA (alisándose las faldas). Es que se trata de un cinturón de castidad de último modelo, fabricado en Maguncia. Y vos sabéis cómo las gastan los cerrajeros alemanes. El ruin de mi marido lo adquirió para mí antes de partir para Tierra Santa. Y como según sus cálculos esta cruzada va a durar cuando menos diez años...
Vargas el averiguador
Prosiguiendo nuestra implacable campaña para desentrañar lo falso y lo verdadero que pueda existir en cada proverbio aforismo, adagio, dicho, dicharacho o refrán, entrevistamos al señor profesor don Obdulio Vargas y Vargas, alias “El Averiguador”, para averiguar qué hay de cierto en la muy sobada sentencia de “averígüelo Vargas”.
El profesor Vargas y Vargas es un hombre de mediana edad, más bien delgado, con ojillos muy negros y vivaces. Estos últimos, unidos a su nariz puntiaguda y sus bigotes grises e hirsutos, le dan cierto aspecto de ratón, dicho sea sin ánimo de ofender. Don Obdulio, en efecto, tiene mucho de roedor: no se está quieto ni un segundo, constantemente husmea el aire elevando su afilado perfil o echa una carrerilla por aquí y por allá —y a veces hasta por acullá—-- en su afán de averiguar algo. Al iniciar la entrevista en un rincón del café, empezó por mirar debajo de la mesa para averiguar si alguien nos escuchaba escondido, y después palpó el mantel y las cucharillas con sus dedos ágiles y avezados.
—Lo hago —me explicó—- por si alguien me pide que averigüe si todo está limpio o no.
— ¿Desde cuándo empezó usted a averiguar cosas, profesor Vargas?
— ¡Averígüelo Vargas! —sonrió—. Puede decirse, señor mío, que yo nací averiguando cosas. Nos viene de familia. Y como yo soy Vargas por parte de padre y Vargas por parte de madre, comprenderá usted que en mi se ha reconcentrado el hábito de la investigación. He ido averiguar, por ejemplo, que ya desde el siglo XI un remoto antepasado mío llamado don Pelayo Vargas de la Varguera, natural del pueblo de Vargueño, en el actual partido judicial de los Vargolines, Burgos, España, sirvió de averiguador privado nada menos que al Cid Campeador, don Ruy Díaz de Vivar. Fue, por decirlo así, su FBI particular. Don Obdulio se interrumpió para averiguar quién había entrado en el café.
Satisfecha su curiosidad, continuó:
—Tan pronto como se instituyó la Inquisición en España y después en los dominios de ultramar, los miembros de mi familia ingresaron a su servicio, pues como podrá usted imaginarse, eran unos trinchones para averiguar quién era judaizante, quién morisco, quién luterano, y quién hablaba mal de las autoridades eclesiásticas, civiles y militares. Había muchísima tela de donde cortar. Y fue así que un antepasado mío vino a México (que según he averiguado en aquella época se llamaba la Nueva España) para averiguar los trinquetes del virrey en turno. Uno de sus hijos —de mi antepasado, no del virrey—, llamado don Ulpiano Vargas de la Varguilla, averiguó entre otras cosas que California no era una isla como se creía, sino una península. Sus actuales descendientes radican en Tijuana, donde el servicio de Aduanas los emplea para averiguar quiénes cruzan la frontera con mariguana, cocaína y otros productos similares.
—O sea que ustedes prácticamente son los fundadores de la noble profesión detectivesca —comenté.
—Así es —repuso muy ufano el profesor Vargas y Vargas, bebiendo un sorbito de café para averiguar si tenía suficiente azúcar—. El personaje ficticio de Sherlock Holmes fue tomado por sir Arthur Conan Doyle de otro verdadero, que se llamó Chelo Vargas, tío bisabuelo mío- Nuestra familia, además, inventó el espionaje. A través de siglos de escuchar la sugerencia de “averígüelo Vargas”, los Vargas nos especializamos en todos los ramos de la investigación: local, nacional, internacional, pública o privada. Lo mismo averiguamos el paradero de un niño que se le pierde a la madre en un supermercado de Mixcalco, que indagamos los usos prácticos del fluoruro de titanio en la fabricación de gases neurotóxicos en la Unión Soviética. Igual inquirimos cuál es la producción de alcachofas en Irlanda, que emprendemos campañas de investigación de mercados en los cinco continentes, que escudriñamos la vida privada de la señora doña Fulana de Tal, para descubrir si efectivamente le está decorando el frontispicio al sufrido de su marido. Una de nuestras especialidades es la de averiguar quién va a triunfar en determinadas elecciones. Esto último nos ha ganado las simpatías y el apoyo del PRI, ya que invariablemente acertamos.
Don Obdulio volvió discretamente la cabeza para averiguar cuánto pagaba de cuenta el vecino de la mesa numero cuatro.
—$89.50 —me dijo, en voz baja.
Bebí un sorbo de café y volví a la carga:
—Y dígame, profesor Vargas: ¿no los están desplazando a ustedes las computadoras electrónicas, capaces de indagar las cosas más difíciles en cuestión de segundos?
El hombrecillo sonrió con aire de suficiencia.
— ¡Todo lo contrario! —exclamó—. Esos aparatos son tan extraordinariamente complicados, que se descomponen a cada rato. Y entonces se manda llamar a un Vargas para que averigüe en qué consiste la avería.
En esos momentos uno de los meseros contestó el teléfono y le hizo una seña con la mano al profesor. Después de un ligero salto y un breve gesto de terror, don Obdulio a su vez le hizo seña al empleado en sentido de que dijera que no se encontraba en el establecimiento. Luego se levantó atropelladamente de su silla y se despidió.
—Perdone usted —me dijo entre apenado y urgido—, pero tengo que salir como cohete. Es mi mujer, que anda averiguando dónde ando. Después de todo, ella también es Vargas.
Solicitudes de matrimonio
De cuando en cuando aparecen en periódicos y revistas, en la sección de anuncios clasificados, solicitudes de damas que, por una razón u otra, desean contraer matrimonio. Evidentemente se trata de mujeres con mucho sentido práctico, que no desean perder el tiempo en noviazgos ni andarse por las ramas con uno y luego con otro, por lo cual van directamente al grano. En vez de esperar que alguien las corteje y que después dadivosamente les ofrezca conducirlas al altar, ellas mismas se lanzan al mercado para brindar y exigir condiciones. Examinemos algunos de estos anuncios, que pintan de cuerpo entero a las gentiles solicitantes:
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“Deseo entablar correspondencia, para fines matrimoniales, con caballero bajito de estatura, pero puro y virtuoso, de treinta a treinta y cinco años de edad. Bueno, hasta de cuarenta. Exijo certificado de honestidad absoluta, expedido por autoridad competente, así como Ingresos no menores de doscientos dólares (diarios, se entiende) y casita en el campo, pues el smog de la ciudad me irrita los ojos y me hace toser. Yo soy alta y delgada, de edad indefinida y sólidos principios morales. Detesto las extravagancias de la vida moderna, los pantalones de mezclilla, la música “pop” y los curas progresistas. Amo la humildad, la sencillez y la paz hogareña, pero a la vez requiero respeto, acatamiento, sumisión y docilidad. Abstenerse hombres altos y mandones. EPIFANIA MORONGO”.
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“Somos dos muchachas universitarias, cabecitas locas. Nuestras horas de ocio y asueto son tantas, que nos aburrimos enormemente. Queremos entrar en contacto con muchachos atléticos, atractivos y sobre todo solventes, de preferencia a nivel ejecutivo. No importa que no sean demasiado guapos. Ofrecemos una desinteresada amistad, naturalmente con fines de matrimonio, pues somos muy liberales, modernas y emancipadas, pero no tanto como para lo otro. MARÍA DE LAS MERCEDES y MARÍA DEL SOCORRO”.
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“Soy propietaria de un productivo negocio nocturno específico, cuyo mantenimiento —sin la seguridad y el apoyo humano que proporciona un hombre— suele sernos difícil a mí y a mis pupilas. Con fines matrimoniales (o similares), desearía que me escribiesen caballeros d profunda raigambre moral, respetuosos, de conducta sobria y austera, preferentemente musculosos, conocedores de judo y karate y expertos en el manejo de arma corta, para expulsión de escandalosos, borrachos impertinentes, pandilleros y clientes morosos. MADAME NANETTE”.
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“Doctora en Filosofía y Letras, hastiada de la vida intelectual y de la cultura por correspondencia, desea entablar relaciones con machote de pelo en pecho, de preferencia analfabeto, chofer de camión o boxeador, no importa SOLEDAD UNAMUNO”.
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“Soltera de treinta años de edad, pero que representa sólo veintinueve, llenita sin llegar a obesa, con nariz respingona pero no de cola de pato, con hoyuelos en las mejillas y en otras partes, pelo castaño, tez blanca, educada con las monjas clarisas, ojos garzos, instrucción primaria buen cuerpo, tres años de piano y uno de inglés, amante de la música, los chocolates y la poesía rimada, desea contraer matrimonio con caballero católico, de buena familia y sólida posición económica, con el propósito de tener hijos e hijas. FLORINDA GARAMBULLO”.
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“Viuda respetable por tercera vez, propietaria de acreditada agencia de inhumaciones, desea contraer matrimonio con caballero alto, muy delgado, de tez amarillenta, gesto grave, aire melancólico y vestido de negro, para que me administre a mí y al negocio. EVELIA PLUS ULTRA”.
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“Propietaria de ganado vacuno, lanar y porcino, en su mayoría hembras, se interesa en mantener correspondencia con señor pueda proporcionarle sementales de buena raza y naturaleza activa, para la proliferación de rebaños. Que sea cristiano, de conducta intachable, honda moralidad y buenas costumbres. El señor, claro. De preferencia con patas y hocico blancos. Los sementales, se entiende. Si posee conocimientos de veterinaria, tanto mejor. El candidato, naturalmente. RUPERTA BIRL0CHA”.
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“Norteamericana joven, deportista, rubia, de medidas 90-60-90, completamente liberada y divorciada cuatro veces, nuevamente desea contraer matrimonio, esta vez con señor mexicano, no importa que sea prietito y chaparrito, objeto practicar el español y que le pase maletas por la frontera de Arizona con mercancía procedente de Sinaloa y Colombia. Interesados deberán estar dispuestos a pasar temporadas largas fuera de la República. MAGGIE WILTERCOX”.
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“Solicito marido. SEÑORITA PÉREZ, Avenida de los Cocuyos No. 365, Tercer piso, Departamento 312”.
La tienda de antigüedades
No crean ustedes que se trataba de una de esas tiendas de antigüedades que tanto abundan, en las que le ofrecen a uno arcones supuestamente coloniales, cacharros despostillados, idolillos mayas pero “made in Japan” y pistolones del año de Juárez, es decir, fabricados en 1972, que fue declarado oficialmente como tal. Nada de eso. La tienda de antigüedades a que me refiero era un establecimiento en que se exhibían y vendían auténticas piezas de hace siglos, todas ellas relacionadas con personajes y episodios históricos famosos.
Tan pronto corno sonó la campanilla colocada en lo alto de la puerta (para anunciar la llegada de los clientes), apareció frotándose las manos un viejecillo arrugado como ciruela pasa, con un ojo azul y otro verde, los cuales sonreían detrás de sus espejuelos de cadenita.
—Muy buenas tardes, muy buenas tardes —me dijo con voz cascada, pero amable—. ¿En qué puedo servirle, caballero?
—Mire usted —repliqué-—: busco una antigüedad que, perdonando el pleonasmo, sea auténticamente antigua. No quiero ninguno de esos gatos contemporáneos que le dan a uno por liebres del Renacimiento.
—Descuide usted, señor mío —sonrió el anciano—. Todo lo que hay aquí es genuino y antiquísimo. Yo soy lo más reciente, y básteme decirle que hice mi primera comunión en tiempos del virrey don Juan Vicente Güemes Pacheco de Padilla, conde de Revillagigedo.
—-Muy bien —acepté—---. Muéstreme entonces sus reliquias.
El viejecito me condujo a un mostrador y empezó a enseñarme objetos.
—Aquí tiene usted la quijada del burro de Sansón —me dijo muy ufano.
-—Yo creía que el burro había sido de Caín —comenté, examinando el vestigio.
—El burro es un animal que, mejorando lo presente, existe desde la era mesozoica y que ha abundado a través de la historia, hasta nuestros días. Consecuentemente, no tiene nada de extraño que Sansón haya tenido un burro. También lo tuvieron Demóstenes, el señor San José, Pedro el Ermitaño, Sancho Panza, Juana de Arco, Pasteur y mi general Sóstenes Rocha. La historia está llena de personajes con burro.
— ¿Podría ver alguna otra cosa? —pregunté un poco mortificado por mi metida de pata.
—Sí, señor, no faltaba más. Mire usted qué preciosas herraduras.
—Me parecen herraduras comunes y corrientes —observé con cierto escepticismo.
—Tienen el mérito de haber sido las herraduras del caballo de Troya.
— ¿No era de madera?
—Sí, pero le pusieron herraduras de hierro, para despistar al enemigo y hacerle creer que se trataba de un caballo de verdad. Inclusive los soldados que llevaba adentro iban relinchando.
— ¿Todos al mismo tiempo?
—No, señor. Uno por uno.
Como no había manera de vencer al viejo en lógica, fingí interesarme por otro objeto.
— ¿Y ese dado? pregunté, señalando uno en la vitrina.
— ¡Ah! exclamó el anciano. Ese es el dado que utilizó Julio César para cruzar el Rubicón. “La suerte está echada.”, dijo, y echó un siete.
— ¿Cómo pudo echar un siete, si el dado sólo tiene seis caras?
—Es que arrojó dos dados. Este y otro que me pidió prestado el dueño de la cantina de la esquina, para que sus clientes pudieran jugar unas campechanas.
El anticuario se dirigió a otro anaquel y sacó un trozo de extraño material que parecía piedra.
—Este es un pedazo del pastel que la reina María Antonieta mandó dar en París al populacho amotinado que pedía pan.
— Y aquel frasco, ¿qué contiene?
—Lo que sobró del detergente utilizado por Don Quijote cuando decidió limpiar La Mancha.
—Muy interesante —dije—, pero no es exactamente lo que busco.
El vejete medité unos instantes con un dedo apoyado n la nariz (o con la nariz apoyada en un dedo, según el ángulo desde donde se le mirara) y después me propuso:
—Pues mire usted, tengo uno de los huevos de Colón; es decir, de los que utilizaba para demostrar su célebre teoría. Una maqueta de la casa de mi general Santa Anna, cuando todavía tenía tejas. La lima que utilizó Juan Sebastián Bach en su primera fuga. Una radiografía de los pulmones de sir Walter Raleigh, introductor del tabaco en Europa. Una caja de antigripinas de la emperatriz Agripina. Un trozo de la hernia que le salió a Pedro de Alvarado al dar su famoso salto. Un supositorio de los que usaba la reina Victoria de Inglaterra, nada más que disfrazado de caramelo, pues usted sabe que era muy pudorosa.
—No —me disculpé__. Perdone usted, pero nada de esto me interesa.
El viejo anticuario meditó unos momentos y después chasqueó los dedos.
— ¡Ah, ya sé! —exclamó——. Le voy a mostrar un traje de charro.
— ¿Un traje de charro? —pregunté muy extrañado.
—Sí, señor. Una auténtica y venerable reliquia. Es el traje de charro que utilizó don Fidel Velázquez cuando inició su carrera como líder, hace muchos, pero muchísimos años...
Sueños en episodios
Dormir, dormir, que cantan los gallos de San Agustín.
Así nos arrullaban nuestras nanas en la época de María Canica, cuando aún había nanas y en cambio no existía la televisión. En aquellos tiempos la gente dormía mucho más que la de ahora, sin necesidad de recurrir a soporíferos ni tranquilizantes, y por lo mismo que los espectáculos públicos eran pocos y no muy variados, se practicaba con entusiasmo el entretenimiento de soñar. Y sobre todo de contarse los sueños al día siguiente.
Había personas, principalmente del sexo femenino, que soñaban series en tecnicolor que darían punto y raya a las telenovelas de ahora, con personajes estelares y situaciones de tremendo suspenso. Aparecían en el reparto amistades y miembros de la familia, vivos o muertos, así como gentes totalmente desconocidas y animales extraños que daban sus ribetes de exotismo a los episodios. Los sueños, además, invariablemente se relacionaban con el porvenir, lo cual les daba un elemento de emoción del que carecen las series y aun los anuncios más descabellados de la actual televisión. El soñar con una gallina que ponía un huevo, por ejemplo, significaba un próximo alumbramiento; con un perro que aullaba, desgracia inminente en la familia; con un fraile que se paseaba por el corredor con una vela encendida, tesoro oculto bajo las losas del patio o en algún rincón del corral, por donde solía desaparecer el lúgubre religioso; con serpientes o lombrices, maniobras turbias de algún enemigo secreto; Con un delantal, boda en perspectiva. Claro que a veces se cruzaban los canales y se soñaba con una gallina vestida de novia, con un perro que ponía un huevo o con un fraile que comía lombrices, en cuyo caso se dejaba la interpretación del sueño al gusto del espectador (que también era el productor).
Mi tía doña Liboria fue una de las soñadoras más prolíferas de fines del siglo pasado y principios del actual, al grado de que si hubiera vivido en los tiempos presentes sin duda se habría hecho millonaria como argumentista cinematográfica o de televisión. Algunos de sus sueños inclusive columbraron futuros portentos, tales como la bomba atómica, la píldora anticonceptiva, la llegada del hombre a la luna y la credencial permanente de elector. Fue, por decirlo así, un Julio Verne femenino y de la almohada. Doña Liboria poseía además la facultad de encauzar sus sueños por donde le viniera en gana, o sea que si una noche decidía soñar con camellos voladores que hicieran el servicio de transporte entre Bagdad y Tacubaya —que era donde vivía—, le bastaba meterse en la cama con esa idea fija en la mente para disfrutar durante ocho horas seguidas de escenas dignas de Las Mil y Una Noches, cuyo relato, a la mañana siguiente, hacía las delicias de todo el vecindario.
En otras ocasiones doña Liboria combinaba diversos personajes históricos con acontecimientos de la época, o viceversa, y el resultado eran sueños que hubieran superado a las futuras películas de los hermanos Marx: soñó a Temístocles bailando el jarabe tapatío con la emperatriz Carlota, en una tamalada que se celebraba en una de las tantas haciendas de los Landa y Escandón. Soñó a Nerón vestido de charro en el famoso paseo de Santa Anita, bebiendo pulque y comiendo manitas de puerco con guacamole. Muchas noches soñaba a Napoleón Bonaparte o al canciller Bismarck de Alemania jugando al burro con el austero ministro de Hacienda de don Porfirio, el licenciado don José Yves Limantour, hasta que llegaba don Joaquín de la Cantoya y Rico, los subía en su célebre globo aerostático y se los llevaba a pintar de verde los anillos de Saturno. Otro de sus sueños más recurrentes era el que don Porfirio Díaz fundaba un partido político de poderes omnímodos, que duraría muchos más años que los que él llevaba en la silla presidencial. Doña Liboria, de haber vivido en nuestros días, estaría empleada como argumentista de Fellini y de Buñuel, o sería consejera del PRI.
La señora era muy solicitada por propios y extraños, que le relataban sus sueños para efectos de interpretación. Esto dio como resultado que llegase a tener un extraordinario archivo onírico, si bien —por desgracia— nunca llegó a inventariarlo y menos a publicarlo. De haberlo hecho así, los canales de televisión tendrían ahora material suficiente para cincuenta años. Pero doña Liboria nació y vivió en una época en que el mercantilismo se dejaba para los abarroteros. Ella siempre hizo dádiva generosa de sus sueños extraordinarios y jamás pensó en la necesidad de registrarlos en la oficina de Derechos de Autor. Lo más que pedía era que la invitaran a tomar en “La Flor de México” un humeante pocillo de chocolate a la española, que en vez de provocarle pesadillas (como a otras damas de aquella época del miriñaque, el corsé y los sombreros de plumas), la hacía soñar en glorioso tecnicolor y con sonido estereofónico. Y si encima se tomaba una o dos copitas de anís del mono, sus sueños resaltaban en tercera dimensión.
Cómo triunfar en sociedad
He aquí una fórmula sencilla para triunfar en sociedad, para convertirse en estrella entre un grupo de amigos y conocidos (o desconocidos) y para ser por unos momentos el centro de atracción general.
La fórmula es fácil y aparentemente vulgar —como suelen ser todos los grandes hallazgos después de haber sido hallados. Es una fórmula al alcance de cualquiera que desee brillar en una reunión social, sin necesidad de recurrir a la prestidigitación, sin saber cantar y sin poder doblar llaves y componer relojes al estilo de Uri Geller.
Para acaparar la atención de la gente, aunque se tenga cara de retrasado mental, basta decir en cualquier corrillo:
— ¿A que no saben ustedes quién se murió?
Al instante cesarán las conversaciones, todas las miradas se concentrarán en la persona que acaba de pronunciar tan magistrales palabras y desde ese punto y momento no habrá oídos más que para él. O para ella, claro, si es una dama quien anuncia el óbito.
Lo notable del asunto es que no es preciso que el difunto sea una persona famosa o simplemente allegada. Basta con que sea un lejano conocido o un cercano desconocido, para que al pronunciar su nombre se levante un murmullo general y por lo menos tres de los presentes exclamen:
— ¿Pero cómo es posible? ¡Si yo apenas lo vi ayer en la tarde y estaba bueno y sano!
Como ustedes saben, hay ciertos ciudadanos que creen dar patente de inmortalidad a todos los congéneres a quienes han visto el día anterior.
Si me pidieran que explicara a qué se debe el éxito tan grande de decir que alguien se ha muerto, no sabría qué contestar. En realidad de que se muera una persona cualquiera es lo más factible que le podría suceder (mucho más que sacarse la lotería, descubrir un remedio contra el cáncer o dar a luz quíntuples de cinco diferentes colores), pero, sin embargo, por lo visto es la noticia más inesperada que se puede dar de cualquiera. En el fondo todos sabemos que la muerte es la cosa más natural y más inevitable del mundo, pero en cuanto nos enteramos de que alguien la ha cascado, de inmediato nos lanzamos a difundir la noticia a viva voz, por teléfono, por telégrafo, por carta y hasta por señas, seguros del éxito que nos espera.
Lo difícil, pues, no es disparar la pregunta de “¿A que no saben ustedes quién se murió?”, sino encontrar todos los días, o por lo menos una vez a la semana, un difunto reciente que poder nombrar. Sin embargo, teniendo en cuenta las tres sugerencias que a continuación se dirán, veremos cómo es bastante fácil hallarlo:
a) Para tener un muerto a mano con frecuencia, primero se ha de tener amistad con uno o varios médicos del ISSSTE o de los hospitales públicos y privados de la zona de que se trate, con objeto de poder contar con información directa y casi instantánea.
b) En segundo lugar, conviene mantener relaciones estrechas con las principales agencias de inhumaciones, las cuales poseen un extraordinario servicio de premonición, al grado de que muchas veces se enteran de los fallecimientos veinticuatro horas antes de que éstos ocurran, aunque se trate de personas en aparente perfecto estado de salud.
c) En tercero, es necesario escuchar las estaciones de radio europeas, asiáticas y norteamericanas en 1a altas horas de la noche o en las primeras de la mañana, para enterarse de muertes de personajes importantes, para así poder dar uno la noticia antes de que la publiquen los periódicos locales. Este tipo de información da muchísimo prestigio a quien la proporciona.
Ya en posesión del muerto, sólo resta lanzar la frase tantas veces citada para convertirse, por unos cortos pero sublimes instantes, en la persona más solicitada, más interrogada, más admirada, más envidiada, en fin, en la más importante de la reunión.
Para triunfar en sociedad, otros autores recomiendan leer libros muy gordos e incluso tomar cursos por correspondencia. Un servidor de ustedes, con la sencillez que le caracteriza, simplemente les recomienda participar un deceso cualquiera para lograr los mismos apetecibles resultados. Por nada.
El terrorista
y la ancianita
El joven terrorista entró en el parque, miró a uno y otro lado, escogió una banca semioculta entre los árboles y a ella se dirigió, tratando de pasar inadvertido. Al llegar a la banca, depositó con sumo cuidado sobre el asiento el voluminoso envoltorio que traía bajo el brazo y luego él mismo se sentó al lado, enjugándose el sudor que empapaba su rostro de mozalbete. Distraído en esta labor, no se dio cuenta de la llegada de una ancianita, frágil y encorvada, que se plantó frente a él y lo miró con aire de reproche.
— ¿No tiene inconveniente en hacerme un sitio, joven? —le dijo la anciana con voz severa y fuerte acento vasco—. El paquete de ropa lo puede dejar en el suelo, donde no moleste a nadie.
—No es un paquete de ropa —replicó el terrorista con gesto torvo—. Es una bomba.
—Razón de más para quitarla de ahí —insistió la vieja, impertérrita—. No querrá usted tenerme aquí de pie, esperando a que estalle.
El terrorista cogió de mala gana d envoltorio y lo puso en el suelo. La ancianita limpió con un pañuelo el trozo de asiento desocupado, se acomodó en él y pausadamente sacó de su bolso una bola de estambre y un par de agujas. Empezó a tejer y, sin levantar los ojos de su labor, inquirió indiferente:
— ¿Tiene mucha potencia el cacharro ese?
—No lo sé —se encogió de hombros el joven—. Yo no fabriqué la bomba. Pero me figuro que tendrá la suficiente como para destripar a medía docena de cochinos burgueses.
— ¡Ah! —sonrió la anciana, sin dejar de tener y sin apartar la vista de su tejido—. Se trata entonces de una bomba para destripar cochinos burgueses, ¿no?
— ¡No! —gruñó el terrorista—. Es para volar la embajada de Torlonia, por imperialista.
La dama meditó unos momentos y luego dijo:
—-La embajada de Torlonia, y lo digo con conocimiento de causa, ya que yo vivo al lado, ocupa un edificio muy grande y bastante sólido. ¡Y tú piensas volarla con una bombita cuya potencia ni siquiera conoces! Vas a fracasar, muchacho, y perdona que te lo diga.
— ¿Y a usted qué demonios le importa que fracase o no? ¿Es usted por ventura la embajadora? ¿La esposa, o la madre o la abuela del embajador? ¿O acaso la portera?
La anciana no sólo no se molestó, sino que sonrió dulcemente.
—No soy más que una persona con experiencia y sentido común, hijo. Y si quisiera volar una embajada, especialmente una de un país capitalista (que suelen construir sus edificios de manera muy sólida), pondría una bomba con fuerza suficiente para conseguir mi objetivo. No para romper unos cuantos cristales, que después de todo se pueden hacer añicos a pedradas, con menor esfuerzo, y desde luego con menos ruido.
El joven terrorista no pudo disimular su ansiedad:
— ¿Cree usted que sólo podré romper unos cristales, señora?
— ¿Cómo voy a saberlo, hijo, si yo tampoco he fabricado la bomba y por lo tanto ignoro su potencia? —se encogió de hombros la viejecita.
El jovenzuelo empezó a roerse las uñas.
—Anda, anda —continuó la anciana sin levantar la vista de su tejido—. Vete a casa y vuelve con una bomba de verdad, como las que se usan en las guerras. Lo demás son ganas de exponerse a un disgusto y de perder el tiempo.
Cabizbajo, el joven terrorista cargó con su envoltorio y se alejó con gesto preocupado, sin despedirse siquiera de la ancianita. Ésta lo miró marcharse con el rabillo del ojo, y sin dejar de tejer, suspiró con melancolía.
— ¡Esta alocada juventud de ahora! —se dijo para sus adentros—. Ni siquiera saben qué potencia tienen sus explosivos.
Después cruzó por su mente el recuerdo de cuando cuarenta y tantos años atrás, antes de venir como exiliada a México, había militado en España a las órdenes de Lola Ibárruri, “La Pasionaria”, y había volado trenes, puentes y convoyes con cartuchos de dinamita, que primero encendía cual si fueran puros habanos, es decir, colocándose los entre los dientes. Y cuya potencia conocía perfectamente, ya que ella misma los fabricaba.
El misterio de los
restaurantes
Un día un amigo mío entró en cierto restaurante muy conocido de la ciudad de México, y al pasar frente a una mesa donde un señor todo gafas y barbas se disponía a entendérselas con un guachinango frito al mojo de ajo, mi amigo inclinó la cabeza y saludó muy fino. El señor de las gafas y las barbas titubeó un momento, pero después se levantó de su asiento y correspondió al saludo.
—Perdone usted —dijo----—, pero soy un pésimo fisonomista. ¿Tendría la bondad de decirme dónde nos hemos conocido?
—Que yo sepa, en ninguna parte —repuso afablemente mi amigo.
— ¡Ah! —sonrió el otro, entre la maraña de su maleza facial—. Posiblemente haya usted visto mi fotografía en los periódicos. Como acabo de recibir un premie literario... Soy Fulano de Tal.
—Mucho gusto —volvió a inclinar la cabeza mi amigo—. Pero tampoco he visto su fotografía en los periódicos. Tengo como norma no leerlos.
El de las barbas literarias volvió a sentarse, un poco amoscado.
— ¿Entonces a quién ha saludado usted? —preguntó.
—No he saludado a nadie —sonrió mi amigo—. Simplemente me he despedido de ese guachinango.
— ¿De este guachinango? —alzó las cejas el premiado.
—Si, señor. Posiblemente le sorprenda a usted, pero ese guachinango que se dispone a finiquitar de una manera tan definitiva, es un viejo conocido mío. Hace más de un año que lo he visto casi a diario en ese mismo platón, con esa misma decoración de perejil y esas mis- roas rodajitas de limón. Al principio creí que se trataba de un guachinango de cartón o de matcrial plástico, pero después recordé que lo vi llegar entre hielos procedente de \reracruz, en el camión de un compadre mío que fue introductor de embajadores y ahora es introductor de pescado. A fuerza de toparme con el guachinango, me pareció que me reconocía, como yo a él. Y hace un momento me dio la impresión de que el pobre me dirigía una mirada de despedida. Por eso correspondí a su adiós...
* * *
El caso de mi amigo no es insólito. Es decir, si es insólito en el sentido de que haya reconocido al guachinango, pero no lo es si se toma en cuenta que todos los días, en todos los restaurantes del mundo, el público se cruza con pollos, pavos, pescados, terneras, cerdos, reses y camarones que llevan meses y hasta años de estar allí. De otra manera, ¿cómo se explica uno que en los “menús” aparezca una lista tan larga de los más variados platos, los cuales se sirven al cliente en cuanto los pide?
Uno de los más grandes misterios de los restaurantes (claro que hablo de los establecimientos dignos de ese nombre, y no de los comedores públicos donde siempre le salen a uno con un “no hay” o un “ya se acabó”), es que invariablemente tienen más provisiones que clientes. No todos los días, qué caramba, entra un señor a pedir un bacalao a la vizcaína. A lo mejor pueden pasar tres o cuatro meses de un tirón sin que a nadie se le ocurra pedir bacalao a la vizcaína. Tres o cuatro meses y aun tres o cuatro años. No es éste un plato que tenga extraordinaria demanda en México. Sin embargo, un buen día llega usted al restaurante, revisa la carta y su mirada se detiene en el bacalao a la vizcaína. “¡Hombre! —piensa usted—. Hace años que no como bacalao a la vizcaína. Voy a pedirlo”.
Lo pide usted y se lo traen. Ahora bien: ¿de dónde salió ese bacalao? Si pregunta, le dirán que lo recibieron de Noruega esa misma mañana. Pero lo más probable es que haya estado en el congelador desde que Noruega alcanzó su independencia. Y lo mismo ocurre con muchos otros productos del mar, del aire, del establo o del chiquero, que no son de consumo cotidiano pero que, al pedirlos, siempre los tienen en los restaurantes.
¿ Cómo pueden saber los propietarios o los encargados cuántas personas van a pedir mojarra a la parrilla, criadillas empanizadas o ancas de rana el martes 29 de noviembre? Lo más probable es que ninguna. No obstante lo cual, deben estar preparados; y puesto que la mojarra, las criadillas y las ancas de rana aparecen en el “menú”, se abastecen de ellas con varios años de anticipación por si se las ordena algún cliente. Y a lo mejor nadie las ordena hasta la próxima Semana Santa o el 16 de septiembre de 1990, pero las mojarras, las criadillas y las ancas de rana tienen que estar allí, como los “boy scouts”: siempre listas.
¡Oh milagros de la congelación y posiblemente de la fosilización! Si tuviésemos la facultad de observación de mi amigo, el que se despidió del guachinango, no sería remoto que al entrar en un restaurante encontrásemos a infinidad de viejos conocidos, algunos contemporáneos nuestros, de cuando éramos estudiantes de preparatoria. Bueno, no tanto, pero digamos de cuando entraron en la ciudad de México las fuerzas constitucionalistas.
Frustraciones de la
literatura rusa
Una de las más grandes frustraciones de mi vida es la literatura rusa. (Tengo muchas otras, cuya lista completa puedo proporcionar a los lectores que la soliciten, siempre y cuando acompañen su pedido con un sobre debidamente timbrado).
Desde muy joven me interesaron extraordinariamente Gogol, Turgueniev, Dostoyevski, Tolstoi y Gorki; y ya de viejo, Pilniak, Zoschenko, Ehrenburg y el gran Boris Pasternak. Sin embargo, confieso con las orejas rojas de vergüenza que nunca he sido capaz de terminar un libro de autor ruso. En marzo de 1937 inicié la lectura de “Crimen y castigo”, y a la fecha voy en el capítulo 5. En septiembre de 1939, cuando Hitler empezó la Segunda Guerra Mundial, yo empecé “La guerra y la paz” de Tolstoi, pero todavía no logro pasar de la página 275. Llevo más tiempo con Ana Karenina que con mi propia mujer. Y por lo que respecta a “Los hermanos Karamazov”, puede decirse que crecimos juntos y nos hablamos de tú, pero aún no logro enterarme de cuántos son y por fin cómo se llaman.
El principal problema de la literatura rusa es precisamente ése: el de los nombres. Tanto de los personas como de las localidades. Los novelistas rusos seguramente iniciaron sus carreras como compiladores de directorio telefónicos y ya nunca pudieron sacudirse el hábito de amontonar nombres y más nombres. ¡Y qué nombres! En “El doctor Zhivago”, por ejemplo, Antonina Alexandrovna Gromeko (Tonia) es la hija de Alexander Alexandrovich Gromeko, profesor de química, y de su esposa Anna Ivanoyna, cuyo padre fue el terrateniente y traficante en hierro Ivan Ernestobich Krueger. El propio personaje principal se llama Yurii Andreievich Zhivago (de pequeño conocido indistintamente como Yura o Yurochka), hijo de Anctrei Zhivago y de María Nikolaievna Zhivago. Su medio hermano Evgraf Andreievich Zhivag es hijo del mismo padre y de la princesa Stolbunova-Emrici, pero el que se hace cargo de Yurii (Yura o Yurochka) es Nikolai Nikolaievich Vedenaipin, a quien todo el mundo llama tío Kolia.
Los personajes de las novelas rusas, además de constituir legión y de tener nombres kilométricos y endemoniadamente enrevesados, cambian de apelativo según la estación del año o bien adoptan alias y diminutivos para despistar a sus perseguidores, pero que no tienen relación alguna con los nombres propios originales. (A los personajes rusos, tanto ficticios como verdaderos, siempre los persigue alguien). Así, al escolar que aparece por primera vez en la página 78 de la novela “Cuando los girasoles beben vodka” como Terentii Pavlovich Blazheiko (llamado Goshka por su madre, Sanka por su padre y Koska por el abuelito Vasili Popovich Ochichornia), lo perdemos de vista en los siguientes siete capítulos y volvernos a encontrarlo en la página 319, ya corno un anarquista con barba y bigote. Sólo que ahora se llama Viadimir Vdovichenko y se le conoce en las listas negras de la policía secreta del zar como Kaminsky, Gogoskin o Podenko. Nuevamente desaparece de la escena, obliterado por los cientos de personajes que se abren paso a codazos y empujones para figurar en la novela, sin que volvamos a tener noticia de él hasta la página 823, cuando ha vuelto de Siberia y se encuentra oculto en una ducha en las afueras de Kamennodvorsky, escribiendo poesía revolucionaria. Pero ahora se le conoce como Boris Mikhailovich Ostropov, alias Chicharin. (Sin embargo, su amante Medredikha Feodorovna Grushenko lo llama “papushko” y otras ternezas eslavas). Veinte años y cuatrocientas páginas después, nos enterarnos de que, denunciado por la canalla Medredikha, murió tuberculoso en la prisión de Kokologradov. Para entonces, claro, se llamaba Dimitri Kriyanevich Piolinsky, si bien sus compañeros de celda le decían Pepe.
En las novelas rusas los incontables personajes van y vienen, vienen y van. Y corno muchos de ellos se llaman Ivan, el resultado es que el lector termina haciéndose un lío de espanto. Existe también la tendencia, por parte de los autores, a andarse por las ramas de todos los árboles genealógicos: empiezan a interesarnos en el cosaco Barbarov, tan magistralmente descrito que nos parece verlo, oírlo y hasta olerlo, pero al hacer mención de su tía Anastasia Petrovna, no resisten la tentación de abrir un paréntesis de cien páginas para contarnos su vida y la de sus cuñados, y luego las aventuras y desgracias de los primos hermanos y segundos de estos. Cuando por fin vuelve a aparecer Barbarov, ya no recordamos quién es y no nos queda más remedio que comenzar de nuevo el libro.
Por eso me confieso culpable de nunca haber podido terminar una novela rusa. Me apabullan las muchedumbres de Oskys, Offs y Enkos. Por no hablar de que la acción comienza en Krestovozdvizheflsk y sigue a lo largo de Novomoskovsk, Tovarvoronezh, Vereshchagino, Sosnosky Cheremdinka y Severnaya Tavozskoye, con escalas intermedias en todas las estaciones de bandera del ferrocarril transiberiano y los recovecos del Don y del Volga. Y francamente uno es muy poquita cosa para asimilar toda la geografía de la Santa Madre Rusia.
Servicios telefónicos
En la actualidad, la mayor parte de las empresas comerciales hacen toda clase de monerías para atraerse a la clientela: obsequian bicicletas, regalan chicles o bolígrafos, ofrecen viajes de ida y vuelta a Europa, rifan casas y hasta brindan servicios de alcahuetería para conseguir novias o novios. No hay compañía que no destine buena parte de su presupuesto a hacer regalos, sabiendo que no hay mejor anzuelo para granjearse al cliente, ya que a todos nos encanta recibir algo a cambio de nada.
La única empresa que no sigue tan laudable política, es la Compañía de Teléfonos. Jamás nos da nada, como no sean disgustos. Hasta los mismos directorios tenemos que pagarlos. Si siguen así, llegará el día en que el público, despechado porque nunca recibe ni el más insignificante obsequio, decidirá prescindir del teléfono para volver a las señales de humo y a las palomas mensajeras. A fin de que tal cosa no suceda —en bien de la empresa y del público—, a continuación me permito sugerir algunos servicios que podría ofrecer la compañía telefónica gratuitamente a sus suscriptores, ya que no quiere darles triciclos, lavadoras automáticas ni excursiones de fin de semana a Cozumel o Puerto Vallarta:
TELÉFONO PÚA. Sería muy útil para los maridos cuyas mujeres se pasan el día y buena parte de la noche con el auricular pegado al oído, hablando horas y horas de cosas sin trascendencia. Este aparato tendría la peculiaridad de que, a los tres minutos de conversación, le saliese una púa, que se clavaría discretamente en la oreja de la señora. O de la señorita, tratándose de hijas quinceañeras, que también son campeonas de resistencia al teléfono. De persistir en el monopolio del aparato, a los siguientes tres minutos saldría otra púa, más grande que la anterior y esta vez con veneno.
POLICÍA INSTANTÁNEA. El auricular estaría especialmente preparado para que, al marcar el número de la policía, se ponga en funcionamiento un cargador que haga salir por el otro extremo del aparato una ráfaga de disparos, los cuales pueden dirigirse disimuladamente sobre los ladrones.
BOMBEROS INMEDIATOS. Como ingeniosa variante de lo anterior, bastaría marcar el número de los bomberos para que inmediatamente salga del auricular un potente chorro de agua, que permita apagar el fuego sin más trámite, en tanto llegan los integrantes del heroico gremio. Cuando éstos llegasen, como ya no habría fuego que apagar, se les invitaría a café o a tomar una cerveza, y todos tan contentos.
SERVICIO DE NANA. Muchas madres que no pueden conseguir nana o que no tienen voz adecuada para arrullar a sus criaturas, se enfrentan con el problema de que no pueden dormirlas. Marcando un número determinado, y colocando el auricular en la cuna del niño, una señorita especializada cantaría “a la rorro nene, a la rurru ya” durante el tiempo necesario para que éste cerrase los ojitos y dejara de dar berridos.
CUENTABORREGOS. Parecido al anterior, pero al servicio de insomnes adultos. Al igual que en algunas ciudades existe un servicio de despertador, debería existir en todas partes otro de dormidor. Sencillamente, al marcar el número correspondiente, una voz femenina, suave y uniforme, contaría para nosotros hasta diez mil borregos. En caso de que ni aun así se pueda conciliar el sueño, se podría concertar una cita con la dueña de la suave voz femenina para salir a tomar unas copas y a bailar a algún centro nocturno.
DESAHOGO AUTOMÁTICO. También en algunas ciudades existe ya un excelente servicio telefónico para suicidas, o mejor dicho, para candidatos al suicidio. Si usted tiene el propósito de tirarse de un décimo piso, de abrirse las venas o de tomarse tres frascos de soporíferos, basta con llamar a un número donde un interlocutor comprensivo escucha pacientemente sus razones para abandonar este mundo, y después —siempre con voz agradable y mesurada— trata de disuadirlo, haciéndole ver que no vale la pena autoeliminarse por razones que en el fondo son baladíes. En algunos casos, sin embargo, la voz agradable y mesurada está completamente de acuerdo con el presuicida e inclusive lo urge a llevar a cabo sus propósitos lo más pronto posible.
De igual manera, la compañía telefónica podría brindar a sus suscriptores un servicio de desahogo, que tendría dos variantes: la voz de un supuesto jefe y la voz de una fingida esposa. De esta manera el suscriptor, antes de salir a la oficina, llama al número correspondiente y le dice al interlocutor las cuatro frescas y las cinco barbaridades que siempre ha querido decirle al jefe. De esta manera desahoga sus reconcomios y llega a su trabajo mucho más tranquilo. De igual modo, antes de regresar al hogar, desde el bar donde hace escala, llama al Servicio de Desahogo Conyugal y le grita una serie de imprecaciones e insolencias a su presunta esposa, informándole que está bebiendo con sus amigotes y que llegará a casa a la hora que le dé la gana, si es que llega. Y que si no le conviene, ya puede ir haciendo sus maletas para largarse a casa de la bruja de su madre. La voz femenina se limitará a gemir y a decir “si, mi vida”. Después de este alivio, el interesado llegará a su hogar de excelente humor, ya sin ganas de pleito y dispuesto a ser él quien diga “si, mi vida”. Como ustedes, señores de la Compañía de Teléfonos, hay muchísimas maneras de halagar al cliente, con un mínimo de gastos y molestias.
Contacto cósmico
El representante de la república africana de Zambombia llegó a su elegante departamento en Long Island y encontró una nota debajo de la puerta:
Lo hemos elegido a usted —decía la nota— para que haga llegar nuestra voz al Parlamento mundial que es la Organización de las Naciones Unidas, a pesar de sus muchos fallas y defectos. Oportunamente le daremos instrucciones Su cumplimiento se verá espléndidamente recompensado. Por otra parte, su desobediencia significaría una muerte lenta y dolorosa. El Comité Interplanetario.
El diplomático africano se quitó el sombrero “homburg”, se acomodó en el sofá de su salita y volvió a leer la nota, suponiendo que se trataba de alguna broma de mal gusto de los pandilleros del barrio, que ya en otras ocasiones se habían burlado de él por ser negro pero no hablar como boxeador ni vestir como cantante de “rock and roll”. Inclusive le habían tirado trompetillas y hasta piedras. Sin embargo, al disponerse a leer otra vez la nota, para su enorme sorpresa vio que el texto había cambiado:
No, no se trata de una broma, señor Mboto Bongo- Bongo. Por razones que no Podemos explicar de momento, nuestro único medio de comunicación con usted es el presente. Y usted a la vez es nuestro único medio de comunicación con los habitantes del planeta Tierra. Más tarde comprenderá las circunstancias que nos obligan a valernos de estos conductos. Por el momento vaya a prepararse un whisky doble para que se le calmen los nervios.
A pesar de que era un hombre culto que se había doctorado en la Universidad de Oxford, al representante de Zambombía se le vinieron encima de golpe cinco mil años de terror y superchería mandinga. Con los ojos saltándosele de las órbitas, con mano temblorosa dejó la nota sobre el sofá, se dirigió a su pequeño bar portátil y se atizó media botella de Chivas Regal. Así, reconfortado, volvió al sofá y leyó una vez más el extraño documento, cuyo texto nuevamente había cambiado:
¡Le dijimos que se tomara un whisky doble, animal, no media botella! Por esta vez le perdonamos el exceso, pero en lo sucesivo deberá obedecer nuestras instrucciones al pie de la letra.
El diplomático africano no supo si excusarse verbalmente (lo cual parecía ridículo, no habiendo interlocutores presentes) o si contestar por escrito. Sin embargo, su titubeo no duró mucho tiempo, ya que ante su mirada estupefacta volvió a cambiar el texto de la nota:
No se torture sobre la forma en que debe disculparse. Ya está perdonado. Váyase a dormir tranquilo. Mañana, por este mismo conducto, le diremos cuál debe ser su intervención ante la Asamblea General de la ONU. Buenas noches, señor Bongo-Bongo.
El representante de Zambombia dejó la nota sobre una mesita y le hizo una respetuosa inclinación con la lanuda cabeza. Después, con la mente dándole vueltas como un rehilete, se desnudó, se puso su pijama, se lavó los dientes y se metió en la cama. Evidentemente se encontraba en el umbral de portentosos acontecimientos: el primer contacto con seres ultraterrestres, que se valían de insospechados medios de comunicación y eran capaces de leer el pensamiento de los humanos. Posiblemente eran invisibles o bien pertenecían a una dimensión desconocida en la Tierra.
A la mañana siguiente el representante de Zambombia se despertó ya cerca de las once (siguiendo la sabia y saludable costumbre diplomática), cuando la mujerona irlandesa que le preparaba el desayuno y arreglaba el departamento se encontraba limpiando la alfombra de la sala. El señor Bongo-Bongo se levantó de su salto y fue en busca de la nota. Pero encima de la mesita no había nada.
—Señorita Collins —preguntó el embajador a la maritornes—, ¿no vio usted un papel que dejé sobre esta mesa?
La mujer desconectó la aspiradora para poder oír mejor.
— ¿Qué dice? —preguntó a su vez.
—Que si no vio usted un papel que dejé encima de esta mesa.
— ¡Ah, sí! Como estaba en blanco, lo utilicé para dejarle un recado al lechero.
El moreno diplomático se llevó las manos a la cabeza.
— ¡Válgame San Martín de Porres! ¿Y dónde lo puso?
—Dentro de una botella vacía. Supongo que aún debe estar en el pasillo. Le avisaba a Mac que solo dejara un...
El señor Bongo-Bongo pegó un salto africano hacia la puerta. La abrió violentamente y miró hacia afuera. En el pasillo no había ninguna botella.
—Ya debe habérsela llevado —observó la mujerona irlandesa.
— ¿Y qué hace el lechero con los recados que le dejan?
—Los anota en su libreta.
— ¿Pero qué hace con el papel? —insistió nerviosamente el diplomático.
—Por regla general hace una bolita con él, que después dispara con el índice y el pulgar juguetonamente contra el gato de la portera.
— ¿Y el gato qué hace con ella?
— ¿Con la portera?
— ¡No, señorita Collins, por Dios! ¡Con la bolita de papel! ¿Qué hace el gato con la bolita?
— ¡Ah!... Pues no sé. Supongo que se la come. Usted sabe que a los gatos les encanta todo lo que tenga un ligero sabor a leche. Y como el papel estuvo metido algunas horas en la botella...
* * *
Desde aquel día hasta la fecha (y de esto ya han transcurrido algunos años), el representante de Zambombia asiste a todas las sesiones de la Asamblea General de la ONU con un gato bajo el brazo. Pero el minino nunca ha dicho ni miau. Los colegas del africano ya se acostumbraron a verlo así y sonríen benévolamente cuando el señor Bongo-Bongo les explica que el gato puede convertirse de un momento a otro en contacto con seres de otros planetas. Siempre ha habido pequeños detalles corno éste, que retrasan los grandes acontecimientos de la historia.
Matrimonio sin hijos
Estaba yo en casa de unos amigos tomando café y coñac de sobremesa, cuando me sorprendió oír, procedentes de la habitación de arriba, una serie de lloros estridentes y gritos infantiles. Me extrañó porque sabía que mis amigos, a pesar de llevar veinte años de casados, no habían tenido descendencia ni habían adoptado a ningún crío. Los llantos se hicieron cada vez más fuertes, hasta llegar un momento en que resultaron francamente insoportables.
—Yo creía que ustedes no tenían hijos —--dije a mis amigos, buscando mentalmente algún pretexto para despedirme lo antes posible.
—En efecto, no los tenemos —repuso él—. Pero ya que Dios no quiso concedérnoslos, a Aurorita y a mí nos gusta saborear las ventajas de no tenerlos. Observa que en estos momentos el llanto infantil que escuchas se ha hecho inaguantable, como para volver loco a cualquiera. Pues bien: simplemente oprimo este botón y el ruido cesa instantáneamente.
Mi amigo oprimió el botón y en el acto se hizo un bendito y confortable silencio. Después me explicó que se trata de una cinta magnetofóníca en la que habían grabado los llantos de un niño particularmente estruendoso, para darse el gusto de callados en una décima de segundo, sin tener que arrullar a ningún mocoso y menos tener que recurrir al feo delito de infanticidio. Esto, me dijo, no podía hacerlo ninguno de sus amigos con hijos.
—Otro de los placeres que disfrutamos —agregó—, consiste en solicitar las tarifas de diversos colegios. Cuando las recibimos al iniciarse el año escolar, Aurorita y yo bailamos de gusto al ver el dineral que nos vamos a ahorrar: miles y miles de pesos por concepto de inscripciones, colegiaturas, útiles escolares, cuotas para infinidad de cosas, regalos a las maestras, uniformes, fiestas escolares, rifas, clases especiales de ballet o de guitarra, de rumano y de karate... Con la mitad de lo que nos ahorramos, nos vamos a pasar un mes de vacaciones a Europa.
Observé que en las mesitas de escasa altura, en la sala y el comedor, había ceniceros de fino cristal, figurillas de marfil y juegos de té en delicada porcelana china. Todos ellos objetos que hubiera sido suicida exhibir en una casa con niños.
Aurorita, impecablemente bien vestida, manicurada y peinada, volvió a llenar nuestras copas y explicó con una sonrisa:
—También vamos con frecuencia a las farmacias para preguntar los precios de diversos productos para la lactancia y la primera infancia, así como toda clase de medicamentos para niños. Hace poco tuvimos una gran satisfacción al ver que los precios de todo esto habían aumentado en un doscientos cincuenta por ciento, sin que nosotros tuviéramos que pagarlos.
—Y no se diga lo que nos ahorramos en cuentas de médicos —sonrió a su vez mi amigo—. Por cada embarazo y alumbramiento que no tuvo, Aurorita se compró diversas alhajas, abrigos de pieles y cantidad de vestidos, que tienen la ventaja de no mojar la cama, vomitar sin razón alguna ni sufrir sarampión cada rato. Esta casa, así como nuestros dos automóviles, los fuimos pagando con lo que hubiéramos tenido que pagar al médico a cuenta de diarreas, viruelas locas, erupciones, anginas, empachos por haberse tragado botones o botes de pintura, descalabraduras y roturas de huesos por haberse caído de árboles y bardas, etcétera, etcétera.
—No olvides tu equipo de golf ni tu lancha de pesca deportiva —dijo Aurorita.
—No los olvido, mi amor —repuso mi amigo alargando el brazo hacia la botella—. ¿Cómo voy a olvidarlos? Los pude adquirir con lo que nos ahorrarnos simplemente en ropita y zapatos.
—Y considerando que los primeros de nuestros chicos ya serían ahora mayorcitos —rió Aurorita—, Pepe goza de lo lindo llamando a medianoche a diversas comisarías para preguntar si está detenido Fulanito de Tal por vagancia, pandillerismo, embriaguez agresiva o por fumar mariguana en la vía pública. Al informarle que no, Pepe se acuesta muy tranquilo y duerme toda la noche corno un bendito.
—Igual que goza Aurorita —rió a su vez Pepe— dejando aspirinas, barniz para las uñas, alfileres, agujas y veneno para ratas por toda la casa, sin que a nadie se le ocurra llevárselos a la boca. Ni siquiera a las ratas.
Cuando salí de la casa, me extrañó que me despidieran a gritos, como si yo fuera sordo o ellos estuvieran borrachos, ninguno de los cuales era el caso.
— ¿Por qué esas voces? —les pregunté desde la acera.
—Es que como ya son las dos de la mañana y no tenernos niños pequeños —me respondieron a carcajadas—, podemos darnos el gusto de dar alaridos sin temor de que se despierte ninguno.
El foco fundido
Anoche se nos fundió el foco del comedor.
Al principio no no resignábamos a aceptarlo, pero cuando lo quitarnos del casquillo y vimos su filamento partido en dos, tuvimos que admitir que se nos había ido para siempre. Mi mujer lloró un poquito y quiso vestirse de medio luto, si bien después decidió que no, ya que lo negro le mancha el cutis (por eso nunca aceptó a un pretendiente que tuvo, originario de Alabama). Los niños mayores no cesaron de preguntar: “Papá, ¿qué le pasó al foco?”, o “Mamá, ¿por qué ya no se enciende el foco del comedor como antes?” A los niños más pequeños les ocultarnos la noticia, pues aún no están en condiciones de comprender lo que es la muerte, sea de focos o de abuelitos.
Este foco del comedor era el más joven de la casa. Apenas hacía dos meses que lo habíamos encargado —no de París, sino del supermercado-—, de modo que aún era una criatura de foco, casi un niño de foco. Por eso todos sentíamos tanto cariño y ternura por él. Nuestros chicos lo querían corno a un hermanito.
¿Cuándo le llega su hora a un foco? Pasa como con las personas: nadie lo puede saber exactamente. Hay focos que llegan hasta los ochenta y tantos años, llenos de achaques, es verdad, pero llegan; en tanto que hay otros que mueren a los pocos días de nacidos.
En casa de mis padres tenían un foco centenario que daba mucha lata y no dejaba dormir por las noches con sus continuos carraspeos y sus repentinos encendimientos a deshoras, pero que tenía el mérito de haber sido colocado allí por don Guadalupe Victoria, el primer presidente de la República. El mérito consistía principalmente en que en aquella época aún no se había descubierto la electricidad, o sea que nadie se explica cómo funcionaba.
Por otra parte, hay focos que nacen muertos y otros no resisten el primer choque violento de la corriente. Con un débil fogonazo abandonan este mundo en el momento de entrar en él. Ni siquiera tienen oportunidad de recibir el bautizo de la primera pinta de mosca. Son foquitos inocentes, que vuelan al limbo de la Westinghouse.
En casa —que es la de ustedes— los focos tienen un término medio de vida de cinco años, siempre y cuando no estén al alcance de los niños ni de las criadas. El foco más veterano es el de la cocina, al que calculamos una edad provecta de quince años, pues lo compré en Madrid cuando vivía yo en aquella entonces agradable ciudad. Ahora es una olla de grillos, como la capital mexicana, aunque no tanto. El foco en cuestión, por lo tanto, es un foco español; y como tal, se niega terminantemente a que lo llamemos foco. Es una bombilla, coño. Cuando decimos: “Prende el foco de la cocina”, se niega a funcionar. Pero si decimos: “Enciende la bombilla”, entonces se ilumina del todo y se contonea muy salerosamente. Además, la dicha bombilla tiene mucho de mujer, y de mujer española: es caprichosa, impulsiva, ardiente, celosa (de las luces del pasillo), redondita, se pasa la vida en la cocina y hasta huele a ajo. A veces me parece que tararea pasodobles y trozos de zarzuelas. Y cuando hay apagones, suelta tacos muy castizos y expresivos, terminados en oños, agos, eches y etas.
En mi despacho tengo un foco algo pachucho. No es tan viejo como doña Bombilla, pero está enfermo. Enfermo por agotamiento, pues en muchas ocasiones lo he tenido encendido hasta las tantas de la madrugada, por estar leyendo o escribiendo, y en otras se me ha olvidado apagarlo en toda la noche por haberme quedado dormido en el sillón de mi despacho o por haber llegado algo trompa. Este foco produce ahora una luz amarillenta, débil, a veces intermitente, pues padece anemia. Sin embargo, no he querido sustituirlo, porque sé que el día que lo cambie de casquillo, se muere. Además del enorme efecto que le tengo.
De cuando en cuando se produce una epidemia de focos y se van muriendo uno tras otro en breve plazo. Es porque los cables han caído en algún charco de aguas negras, o rozado un nido de ratas, o a un animal muerto, y entonces la electricidad se contamina. En estos casos inmediatamente quitamos los fusibles y no volvemos a encender un foco hasta que ha pasado todo el peligro. De esta manera tenemos unos focos sanotes y rozagantes, a tal grado que a veces nos los pide prestados la Comisión Federal de Electricidad para usarlos en sus anuncios. Si bien, lamentablemente, nunca nos agradece nada.
Por todas las razones antes expuestas nos causó tanta pena que se haya fundido el foco del comedor. Hay algunos focos que avisan con relampagueos y estertores que les ha llegado su última hora, pero éste se murió de repente, creo que de un infarto del filamento. Sólo tuvo un segundo de brillo, un segundo de gloria, un segundo de esplendor inusitado, que lo hizo parecer bujía de ciento veinte vatios, siendo que solamente era de modestos sesenta. Después hizo “prrrt”, y se apagó. Se apagó para siempre. Se marchó a la oscuridad absoluta, a la región de las tinieblas eternas, pues digan lo que digan los teólogos y los electricistas, aún no se ha descubierto el foco que dé luz perpetuamente, el foco imperecedero, el foco inmortal.
En fin, el foco que no se funda.
El señor de los anteojos
¿Es suficiente un solo defecto, anormalidad o aditamento para definir toda la personalidad de un sujeto?
No pocos ciudadanos se sienten profundamente humillados por sus semejantes, ya que, a pesar de poseer un cerebro pensante, un corazón generoso, una habilidad determinada, por el solo hecho de haber perdido el pelo o de tener abultados los labios son denominados “el calvo” y “el trompudo”, respectivamente. ¿Es que la gente no se fija más que en estas características sin importancia?, se Preguntan consternados los ofendidos. ¿Es que para el público en general no somos más que una bóveda craneana monda y lironda o un belfo de llanta vulcanizada?
En las mismas circunstancias nos encontramos aquellos hijos de Dios que, por vernos obligados a llevar gafas para compensar las dioptrías que nos escatimó la naturaleza, somos denominados por el vulgo como “el cuatro milpas” y por las personas educadas como “el señor de los anteojos”.
Esto es injusto, digo yo. Si se nos observa con un poco de atención, se advertirá que no sólo tenernos gafas. También tenernos llaveros, bolígrafos, botones, piezas dentales postizas, credenciales de algo y, en algunas ocasiones, hasta dinero o entradas para el futbol. ¿Por qué, entonces, únicamente se tornan en cuenta nuestros lentes?
Hasta tal punto cierta gente desaprensiva no ve en nosotros más que nuestras gafas, que en su impertinencia llegan a llamarnos simplemente “el de los anteojos”. Y así, no tienen empacho en decir: “atrás de aquel tipo de los anteojos”... “cuidado, no vayas a atropellar a ese viejo de los anteojos”... “ayer estaba borracho tu amigo el de los anteojos”. . . Y así por el estilo. Para muchas personas no somos más que artilugios ópticos. Todo lo demás pasa inadvertido: nuestra profesión, nuestros méritos académicos, nuestra posición social y económica, nuestra ideología política, nuestro conocimiento del esperanto, nuestro pegue con las viudas, nuestra habilidad para bailar el tango. Aviesamente rebajan nuestra dignidad, convirtiéndonos de personas físicas y jurídicas, en simples especímenes de horno sapiens con anteojos. Y a veces hasta lo de horno sapiens nos quitan, dejándonos en los puros anteojos.
De niños, nuestros compañeros de escuela, con esa perversidad característica de la infancia, nos hacían la vida pesada con el apelativo de “cuatro ojos”. Cuando crecimos en estatura, al par que ellos crecieron en estulticia, nos llamaron “ojos en vitrina”. Ahora, ya calvos y barrigones —y obligados ellos mismos a usar anteojos, aunque sólo sea para leer— nos preguntan aviesamente cuál es la marca de la botella cuyos fondos nos colocamos sobre la nariz. Como se ve, este artificio óptico sigue siendo para ellos la clave de nuestra personalidad.
En el círculo de nuestros ex condiscípulos hay uno que ha destacado internacionalmente como jurista, diplomático, sociólogo y escritor de altos vuelos; sin embargo, al hacer referencia a él, otro compañero que no ha pasado de perico perro, pues sus únicos laureles son los de ser padre de familia y oficial cuarto en Hacienda, lo llama “el chaparrito aquel de los anteojos”.
Naturalmente que los así agraviados les tenemos cierta simpatía y hasta apego a nuestras gafas ya que sin ellas nos exponemos a comernos la servilleta, a recibir una bofetada al besar a una señora ajena creyendo que es la nuestra, y a que nos haga puré un camión, pensando que es un anuncio de la Coca-Cola. Pero tal afecto tampoco es tan profundo como para llevarnos al extremo de creer que somos menos importantes y significativos que un par de cristales con arillos. No hasta el extremo de permitir que los anteojos usurpen nuestra personalidad. Eso sí que no.
Aquellos que tan desaprensivamente nos ubican y denominan nada más como “el señor de los anteojos”, “el gordo de las gafas” o “el viejo de los lentes”, sin duda ignoran el papel subalterno que juegan estos instrumentos ópticos en nuestra existencia. Aun quitándonos las gafas, ¡cuántos sentimientos, cuántas pasiones, cuántas virtudes, cuántas facultades, cuántas aspiraciones, cuánta fuerza vital, cuánta ternura, cuántas fobias, cuántas lubricidades, cuánta poesía y cuánta capacidad de crédito quedan aún dentro de nosotros!
Los libros de papá
Archibaldo
Yo tuve un bisabuelo... Bueno, en realidad tuve cuatro, a cual más bigotudo. Pero aquel a quien ahora quiero referirme fue un señor chaparrito muy simpático, que gastaba perilla a la Napoleón III y levita cruzada que le bajaba hasta las rodillas. Yo no lo conocí personalmente, si bien me comunico con él todos los días, me entero de quién fue, qué pensaba y cómo veía la vida. Y todo sin recurrir al espiritismo: simplemente a través de sus libros.
Mi bisabuelo Archibaldo no nos dejó capital alguno, lo cual le reprocho bastante, sobre todo cuando se acerca el fin de mes y tengo que hacer filigranas y equilibrios para capotear una serie de compromisos. Porque yo, aquí donde me ven ustedes, soy hombre de letras. De letras de cambio a treinta, sesenta y noventa días que se vencen con una puntualidad británica. Ojalá mi señor bisabuelo nos hubiera dejado una olla llena de monedas de oro, de las de su época; o una colección de estampillas postales de mediados del siglo pasado; o de perdida un terrenito por el Pedregal de San Angel, que en sus tiempos sólo era un depósito de cascajo y valía cinco centavos el kilómetro cuadrado. Pero no. Papá Archibaldo (así se le conoce en la familia) únicamente nos dejó su biblioteca. Y aun este tesoro corrió peligro de desaparecer, ya que en una aciaga ocasión estuvo a punto de ser vendido. Lo salvó el poco dinero que ofrecían por los volúmenes, ya que hay fenicios que compran libros por su peso: a tanto el kilo.
* * *
Ha sido, pues, a través de sus libros y especialmente de sus subrayados y anotaciones marginales que yo he conocido íntimamente a mi bisabuelo don Archibaldo. Sé, por ejemplo, que detestaba cordialmente los huevos crudos y a la marina de guerra francesa. Por qué razones, lo ignoro. Pero cada vez que en uno de los volúmenes que nos dejó aparece la menor mención a uno de estos temas, lo subraya y apunta al margen acotaciones que no puedo reproducir aquí porque lo prohíbe la Ley de Imprenta. Por otra parte, estoy enterado de que fue gran admirador de un tal señor Hunt, que inventó los alfileres de seguridad en 1849, y de una vicetiple española que se llamaba o le decían La Pili. Sus libros, como es natural, no mencionan a esta última en el texto, pero él de cualquier manera anotaba sus arrebatos en el espacio disponible al final de ciertos capítulos, estableciendo comparaciones entre La Pili y las heroínas de sus novelas. Las comparaciones invariablemente favorecian a la vicetiple.
El gusto literario de Papá Archibaldo fue católico (en el sentido de universal, no en el religioso, ya que fue más bien medio descreído y bastante comecuras). Dejó libros sobre cosmografía, cocina tibetana, magia negra, gramática noruega, clásicos griegos y latinos, medicina interna, topografía, novelones de cuatrocientas páginas y las églogas completas de un señor Gasparete. En su tiempo, los títulos de las obras eran casi tan largos corno los propios textos. Tengo a la mano, por ejemplo: “La Intervención Norteamericana de 1847 y cómo hubiera podido ser evitada si el marqués de Gálvez hubiese fortificado el río Rojo, frontera con la Luisiana”. “Verdadera historia de la sublevación de D. Fortunato Carrascosa y sus consecuencias. Oajaca, 1813”. “Los Súcubos y los Incubos. Verdad y fantasía acerca de estos espíritus lúbricos y protervos, y manera de ahuyentarlos”. “Método para aprender el hebreo, el árabe y demás lenguas impías”. “El paso de Venus por el disco del sol y su influencia maligna en las enfermedades de la piel”. “Tiranía monárquica o desbarajuste republicano: el dilema de la América Española”. “Los dioses de Chichicastenango o las aventuras de un médico cacarizo en Guatemala”. Y así por el estilo.
Sin embargo, lo más sabroso de estos libros, como antes dije, son los subrayados y apostillas de mi bisabuelo. Papá Archibaldo fue hombre de pasiones y vehemencias, y por lo visto las desbordaba sobre sus libros después de la lectura o de una discusión más o menos acalorada con mi bisabuela. Al margen del poema aquel de Amado Nervo que dice: “no hieras a la mujer ni con el pétalo de una rosa”, don Archibaldo anotó con rasgos firmes: “¡Ja, ja! Cómo se ve que no Conoces a la mía”...
Los libros pasaron a manos de mi abuelo y después a las de mi padre, quienes también asentaron comentarios sobre los comentarios de Papá Archibaldo y de ellos mismos. Muchas de estas opiniones son adversas entre sí, con el resultado de que se entablan polémicas generaciones, con mi abuelo desmenuzando los criterios de su padre y mi padre rebatiendo al suyo y justificando a su abuelo, o viceversa. Los altercados familiares a base de apostillas se extienden con letra menuda y apretada al pie ele los capítulos, suben por el margen derecho, continúan de cabeza por la parte superior de la página y bajan por el margen izquierdo, para después seguir por el interior de las cubiertas y terminar en los forros. Los temas son apasionantes y los debates más aún. Hay que ver lo que se dicen unos a otros a propósito de Carlos Marx, el birlocho (especie de carruaje ligero de cuatro ruedas y cuatro asientos, abierto por los costados), el vegetarianismo, el canal de Suez, el sufragio femenino y el fusilamiento de Maximiliano.
Lo único que siento es que no me hayan dejado espacio para meter mi cuchara. Y mis descendientes, las suyas. Sería curioso conocer, dentro de cien años, las polémicas suscitadas en siete generaciones por los libros de Papá Archibaldo. Especialmente uno que se presta a controversia y que lleva el sugerente título de “La poligamia en los países monógamos. Sus ventajas y desventajas, y sus repercusiones en la economía familiar y nacional”.
Curación en salud
Arístides Piocholea, cuarentón, medio calvo, dispéptico, conservadoramente vestido de oscuro y con chaleco, llegó a casa de su novia para hacerle la visita de todos los jueves.
Debemos advertir que el señor Piocholea era un individuo chapado a la antigua, que hubiera considerado indecoroso verse con su prometida en la calle y menos aún en una cafetería o en una discoteca, por recatadas que fuesen (si es que las cafeterías y las discotecas pueden ser recatadas). Visita en casa de la chica los jueves de seis a siete y media, y los domingos paseo por la tarde en compañía de la mamá de Luisita, que así se llamaba la novia. Tal había sido la rutina de sus padres y sus abuelos, y así era la suya desde hacía veinte años. Como única concesión a las costumbres modernas, Arístides trocó la ida semanal al cine o al teatro por la televisión —en casa de la novia— con el achaque de que las colas eran muy molestas para las damas y que últimamente todas las películas y todas las obras eran inmorales o francamente pornográficas, además de que las salas se llenaban de gentuza. En realidad optó por el cambio porque le salía mucho más económico ver la tele en casa de Luisita que ir al Roble o al Fábregas y pagar tres entradas cada vez más caras.
* * *
Aquel jueves, como todos los jueves desde hacía veinte años, lo recibió la sirvienta y lo condujo a la sala. Pero aquel jueves, a diferencia de los un mil cuarenta jueves anteriores, Luisita no estaba sentada en el sofá bordando en bastidor, sino que en su lugar estaba doña Angustias, la futura suegra. Después de los ceremoniosos saludos de rigor y los comentarios sobre el estado del tiempo, la carestía de la vida y sus mutuos alifafes, la matrona fue directamente al grano:
—Arístides —le dijo—, usted sabe cómo se le aprecia en esta casa.
—Aprecio que me honra, señora, y al cual correspondo profundamente —repuso el señor Piocholea inclinando la cabeza.
—Desde hace veinte años, mi difunto marido, que en paz descanse, me dijo: Gustias (recordará usted que así me llamaba, si bien cuando se ponía meloso me decía “Angus” o “chipichurris”). Gustias, me dijo, este muchacho es un caballero y no me desagradaría como esposo de nuestra única hija.
—Siempre le viví agradecido a don Febronio por la distinción de que me hizo objeto, mi querida señora.
—Desde entonces —-continuó la dama-—, le permitimos a usted sostener relaciones con Luisita, a condición de que sólo le sostuviera la mano.
—Confianza, doña Angustias, a la que creo haber correspondido, respetando a Luisita como a un ángel del cielo —dijo Arístides poniendo los ojos en blanco.
—Me consta. Es usted un novio ejemplar, como desgraciadamente ya no se dan en estos impíos tiempos. Además de idolatrar a mi hija, y de nunca haberse propasado con ella, es usted un hombre cumplido y discreto, sin mayor vicio que su desmedida afición por los helados de pistach, que ya sabe usted cómo le ponen el hígado.
El señor Piocholea se sonrojó todo lo que su decoro le permitía sonrojarse.
—Sin embargo —prosiguió doña Angustias—, no crea usted que estoy en plan de suegra regañona. El propósito de esta conversación, mientras baja la niña, es el de saber si está usted dispuesto a casarse con ella o si son otras sus intenciones.
— ¿Me está usted dando a escoger, doña Angustias? —preguntó Piocholea un poco alarmado.
—De ninguna manera, señor mío. Sólo le estoy preguntando. Usted sabe que el tiempo vuela y que un noviazgo de veinte años resulta demasiado largo, especialmente en la época atómica e interplanetaria en que vivimos. Es posible que Luisita, que ya no es ninguna quinceañera, esté perdiendo otros partidos por continuar este ya largo idilio con usted.
Arístides Piocholea se llevó una mano a la boca, carraspeó discretamente, tragó saliva y dijo con voz meliflua:
—Señora, yo quiero tanto a su hija, que precisamente por eso no me he casado con ella. Usted sabe que gano una miseria como empleado en los almacenes “La Congoja”, si bien desde hace tres años me han prometido un aumento de sueldo. Consecuentemente, mis raquíticos ingresos me obligarían a llevarme a Luisita a vivir en un cuchitril por los barrios bajos de la ciudad, siendo que ella está acostumbrada a las comodidades de la Zona Postal 12, a la que corresponde esta colonia del Valle. No tendríamos automóvil, ni criada, ni televisión.
—Eso sería de esperarse —interrumpió doña Angustias—. Sin televisión, jamás conseguirían criada.
—Eventualmente —continuó Arístides— la llenaría yo de mocosos llorones y desnutridos.
— ¿A quién? —preguntó doña Angustias llevándose una mano al prominente pecho—. ¿A la criada?
— ¡No, señora, por Dios! A Luisita. A la hija de usted y para entonces mujer mía. En vez de estar tan arregladita y peinadita como siempre está ahora, andaría hecha una facha, mal vestida, desgreñada y con los dedos de fuera. En lugar de ir al salón de belleza, iría al benemérito Nacional Monte de Piedad todas las semanas, y a fin de mes, varias veces a la semana. Dentro de mi frustración, es muy probable que dejara yo los helados de pistache y empezara a beber como un cosaco. Y en vez de suspiros, apretoncitos de mano y arrumacos, que es lo que ahora nos permitimos, tendríamos unas broncas feroces, con posible intervención de usted, de los vecinos y de la policía.
— ¡Jesús! —exclamó doña Angustias, horrorizada.
Arístides, sin abandonar su asiento, se aproximó un poco más hacia la dama y le dijo en voz baja, para darle mayor dramatismo a su exposición:
—Para escapar del infierno que sería nuestro hogar, me iría yo de juerga con los amigos y llegaría a casa al amanecer, vomitando y arañando las paredes. Usted misma, señora, me perdería el aprecio con que ahora me honra y me distingue, y no me bajaría un punto de canalla, bellaco y sinvergüenza.
— ¡Dios mío, qué panorama más tétrico! —dijo doña Angustias juntando las manos sobre el pecho.
Arístides abrió las suyas y volvió a su tono de voz normal:
—Por lo tanto, mi estimada y respetada señora, ¿no cree usted que es mejor dejar las cosas como están, sin buscarle tres pies al gato para bien de todos?
Doña Angustias reflexionó unos momentos, con la barbilla hundida en su doble papada. Después exhaló un suspiro.
—Tal vez tenga usted razón, Piocholea. ¡Se ve por ahí cada matrimonio!
Arístides, conmovido, se permitió darle unas palmaditas en la mano a su hipotética suegra.
—Además, doña Angustia, yo sólo quiero evitar las molestias y los gastos que originaría un divorcio...
5 comentarios:
Gracias por recordarme a Almazán. Hace unos 15 años trabajé en un periódico y leía a diario el llamado Baúl de Marco A. Almazán, algunas veces hasta "adelantándome" a la serie, que me causó adicción. Ví alguna vez sus libros de compilación de sus artículos, pero nuca tuve la precaución de ver cuál era la editorial, y ya no los he vito más. Es refrescante este tipo de lecturas y esa redacción que ya casi no se ve, salvo Catón o Dehesa, tal vez.
Excelente blog...! gracias por compartir estos relatos de Almazan. Te comparto uno que extraje de el libro “ Sufragio en efectivo, no devolución”. Un saludo
Democracia en el infierno
A los pocos días de haber descendido a los recónditos infiernos, Demócrito Topillo fue llamado a la austera presencia de Lucifer. El señor de las tinieblas lo recibió amablemente. le ofreció un puro y le indico un brasero encendido para que tomara asiento.
-Lo he mandado llamar- empezó el diablo- por que tengo entendido que acaba usted de llegar de México y que toda su vida de ha dedicado a la política.
-Efectivamente, majestad- repuso Topillo.
Lucifer miro a uno y a otro lado, y le dijo en voz baja:
- Le ruego que no me de ese tratamiento. Estamos en proceso de darle una estructura mas liberal al infierno, para no quedarnos a la zaga del Vaticano, por lo tanto no conviene usar títulos reaccionarios. Llámeme Licenciado a secas.
-Muy bien, Lic. - repuso Topillo.
-Precisamente por eso lo he llamado. Se trata de darle una barnizada de democracia al Infierno, pero a la vez me propongo mantener firmemente las riendas del poder en la mano. Estoy dispuesto a permitir la existencias de partidos políticos, la celebración de elecciones y el libre juegos de candidatos, pero comprenderá usted que no voy a tolerar que nadie se me suba a las barbas y menos que un día aciago efectivamente lleguen a derrotarme en los comicios.
-Naturalmente- dijo Topillo.
-Tengo entendido que ustedes en México han logrado un admirable equilibrio en este sentido. Consienten el funcionamiento de varios partidos; periódicamente llevan a cabo sus elecciones con mucho discurso, estrépito de matracas y embadurnamiento de bardas; vota todo el mundo, hasta los abstencionistas, y sin embargo sigue rifando lo que siempre ha rifado.
- Gracias a Dios; perdón, gracias al PRI, licenciado.
Lucifer se levanto de su sillón giratorio ( el antiguo trono había sido convertido en leña) y dio unos pasos por su rojo despacho.
-Exactamente. El PRI. !Que idea mas genial! Es una vergüenza que no se me halla ocurrido a mi, a pesar de saber tanto, por viejo y por diablo. Pero nunca es tarde. sepa usted que aquí estamos en proceso de organizar el PIR : Partido Infernal Revolucionario. Yo hubiera querido traer a uno de sus próceres para que nos diera una manita, pero con eso de que los cambian constantemente y que un día son secretarios de Estado y al otro presidentes del partido y al siguiente directores de un organismo descentralizado...
-Pues ya sabe que si en algo puedo servirle -ofreció Demócrito- estoy a sus apreciables ordenes, Lic.
-Muchas gracias - inclino levemente la cabeza Lucifer.
-Yo milite en el Invencible desde que ambos estábamos casi en panales-continuo Topillo mirándose las uñas -, así es que creo estar al tanto de todos los trinquetes y aun mas.
-Así me lo figuraba. Sin embargo, mi problema no es la estructuración del PIR, pues por algo soy muy diablo. Lo que trato de resolver es la existencia de otros partidos infernales sin que estos vayan a aprovechar la libertad de sufragio para darnos en la chapa. Ya permití la creación del PAM ( Partido de Acción Monetaria, de derecha ) y del PPD (Partido de Pobres Diablos, de izquierda). Y creo que también los diablos viejecitos andan queriendo organizar su partido diz que "autentico", como si todos los demás fueran espurios. Pero en fin, no le hacen mal a nadie, ni como políticos ni como demonios, pues ya están muy achicharrados.
-!Que bien, que bien! -aprobó Topillo.
-De esa manera le damos un matiz de democracia al Averno. Pero dentro de unos días vamos a celebrar elecciones para constituir el Congreso Infernal, y como no queremos recurrir a la violencia de asaltar casillas y quemar papeletas, como ustedes hacían antes, tengo el temor de que la oposición ( que es considerable) nos vaya a dar el diablazo. Ya sabe usted que el respeto al voto ajeno a veces es la desgracia. ?que me aconseja hacer?
Demócrito Topillo medito unos momentos, dando chupentocitos a su puro.
-Muy sencillo- dijo al cabo de un rato-. Cree usted diablos de partido.
- Como que diablos de partido? - Pregunto Lucifer.
-Si señor. Desde antes de las elecciones, asígneles un cierto numero de curules seguritas a los demonios minoritarios, de tal manera que usted también se asegure de que quedan en minoría permanente. Ellos se lo agradecerán y se quedaran muy quietecitos y conformes. si razonan como en México, dirán que mas vale curul en mano que cien partidarios votando.
Lucifer se quedo con la boca abierta. Después fue hacia el señor Topillo y con lágrimas en los ojos le dio un abrazo. Demócrito aprovecho la oportunidad para pedirle la dirección del Banco de Crédito Infernal, que no es un puesto de mucha ostentación, pero si de mucho rendimiento.
Muchas gracias "Pirulina". He estado buscando este libro por años. ¡Ya ni aparece en las computadoras de las librerías! Pregunta: ¿Es el libro completo (Pitos y Flautas) lo que subiste al Blog? Gracias otra vez.
Comentándoles que afortunadamente cuento con algunos títulos del señor Almazán. No para vender, si no para compartirlos con ustedes. Los podrán encontrar en mi blog, https://www.blogger.com/blogger.g?blogID=7283427231125627563#overview Estaré subiendo algunos escritos de los títulos que tengo, esperemos pueda tener en mis dedos un "Cañon de Largo Alcance"
Ya, estoy desesperado, justo cuando empezaba a pensar que me lo había imaginado todo. Aparece la frase: “Tienes un complejo de edipo del tamaño de una catedral”.
Estoy buscando ese cuento y no lo encuentro. Psiquiatra del ISSSTE creo que se llama me Me cuesta trabajo creer (y me molesta) que no esté en internet. No sé si alguien va a leer esto alguna vez, la entrada tiene tropocientos años. y no sé si alguien siga el enlace de correo. Ojalá si...
Estoy haciendo una tesis y ese cuento quedaría que ni perfecto para completar una idea... Y suplícole al alguien que me lo mande... en foto, yo lo transcribo....
Pero esto ya es a la desesperada... Alguien en el mundo podrá ayudarme?
Pongo mi correo porque sí... porque la esperanza sigue siendo lo último que sale de la caja de pandora... angeldediosrios@yahoo.com
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